Comentario o análisis general
al artículo de estudio 4 que se titula: “El espíritu mismo da testimonio”, y
que los TJ han de estudiar del 23 al 29 de marzo de 2020, según “La Atalaya”
-edición de estudio- de enero 2020.
La promesa del Padre: El Espíritu
Santo
Jesús, después de su
resurrección, se apareció a sus apóstoles en varias ocasiones a lo largo de
cuarenta días, y les hablaba del Reino de Dios (Hech 1;2-3) (Mc 16;14) (Lc 24;30)
(Lc 24;43) (Jn 21;9-13) (Hech 10;41).
En una de estas apariciones,
comiendo con ellos, les mandó que no se ausentasen de Jerusalén sino esperar la
“promesa del Padre” que del propio Jesús habían escuchado (Hech 1;4) porque Juan
bautizó en agua, pero ellos serían bautizados en el Espíritu Santo (Hech 1;5).
Quería el Señor que Jerusalén, centro de la teocracia judía, fuera también el
lugar donde se inaugurara oficialmente la iglesia, adquiriendo así un hondo
significado para los cristianos (Gl 4;25-26) (Ap 3;12) (Ap 21;2-22) ya que Jerusalén
será la Iglesia madre y de ahí, una vez recibido el Espíritu Santo, partirán
los apóstoles para anunciar el Reino de Dios en el resto de Palestina y hasta
los extremos de la tierra (Hech 1;8).
Llama al Espíritu Santo «promesa
del Padre», pues repetidas veces había sido prometido en el Antiguo Testamento
para los tiempos mesiánicos (Is 44;3) (Ez 36;26-27) (Joel 2;28-32), como luego
hará notar San Pedro en su discurso del día de Pentecostés, dando razón del
hecho (Hech 2;16). También Jesús lo había prometido varias veces a lo largo de
su vida pública para después de que él se marchara (Lc 24;49) (Jn 14;16) (Jn 16;7).
Dice que «serán bautizados» en él, es decir, como sumergidos en el torrente de
sus gracias y de sus dones. Evidentemente alude con ello a la gran efusión de Pentecostés
(Hech 2;1-4).
Es interesante hacer notar como
los discípulos, después de varios años de convivencia con el Maestro, seguían
aún ilusionados con una restauración temporal de la realeza davídica, con
dominio de Israel sobre los otros pueblos. Así interpretaban lo dicho por los
profetas sobre el reino mesiánico (Is 11;12) (Is 14;2) (Is 49;23) (Ez 11;17) (Os
3;5) (Am 9;11-15) (Sl 2,8) (Sl 110;2-5), a pesar de que ya Jesús, en varias
ocasiones, les había declarado la naturaleza espiritual de ese reino (Mt 16;21-28)
(Mt 20;26-28) (Lc 17;20-21) (Lc 18;31-34) (Jn 18;36). No renegaban con ello de
su fe en Jesús, antes, al contrario, viéndole ahora resucitado y triunfante, se
sentían más confiados y unidos a él; pero tenían aún muy metida esa concepción
político-mesiánica, que tantas veces se deja traslucir en los Evangelios (Mt 20;21)
(Lc 24;21) (Jn 6;15) y que obligaba a Jesús a usar de suma prudencia al
manifestar su carácter de Mesías, a fin de no provocar levantamientos
peligrosos que obstaculizasen su misión (Mt 13;13) (Mt 16;20) (Mc 3;11-12) (Mc 9;9).
Sólo la luz del Espíritu Santo acabará de corregir estos prejuicios judaicos de
los apóstoles, dándoles a conocer la verdadera naturaleza del Evangelio. De
momento, Jesús no cree oportuno volver a insistir sobre el particular, y se
contenta con responder a la cuestión cronológica, diciéndoles que el pleno
establecimiento del reino mesiánico, de cuya naturaleza él ahora nada
especifica es de la sola competencia del Padre, que es quien ha fijado los
diversos «tiempos y momentos» de preparación (Hech 17;30) (Rom 3;26) (1 Pe 1;11),
inauguración (Mc 1;15) (Gl 4;4) (1Tim 2;6), desarrollo (Mt 13;30) (Rom 11;25)
(Rom 13;11) (2Cor 6;2) (1Tes 5;1-11) y consumación definitiva (Mt 24;36) (Mt 25;31-46)
(Rom 2;5-11) (1Cor 1;7-8) (2Tes 1;6-10).
En tal ignorancia, lo que a ellos
toca, una vez recibida la fuerza procedente del Espíritu Santo, es trabajar por
ese restablecimiento, presentándose como testigos de los hechos y enseñanzas de
Jesús, primero en Jerusalén, luego en toda la Palestina y, finalmente, en medio
de la gentilidad.
Con esas palabras traza Jesús a
los apóstoles las diversas fases de la propagación del Evangelio. Es un mandato
y una promesa. Al reino de Israel, limitado a Palestina, opone Jesús la
universalidad de su Iglesia y de su reino, predicha ya por los profetas (Sl 87;1-7)
(Is 2;2-4) (Is 45;14) (Is 60;6-14) (Jer 16;19-21) (Sof 3;9-10) (Zac 8; 20-23) y
repetidamente afirmada por él (Mt 8;11) (Mt 24;14) (Mt 28;19) (Lc 24;47)
Venida del Espíritu Santo en
Pentecostés. (Hech 2;1-13)
Escena de enorme trascendencia en
la historia de la Iglesia la narrada aquí por San Lucas. A ella, como a algo
extraordinario, se refería Jesucristo cuando, poco antes de la ascensión,
avisaba a los apóstoles de que no se ausentasen de Jerusalén hasta que llegara
este día (Hech 1;4-5).
Es ahora precisamente cuando
puede decirse que va a comenzar la historia de la Iglesia, pues es ahora cuando
el Espíritu Santo desciende visiblemente sobre ella para darle vida y ponerla
en movimiento. Los apóstoles, antes tímidos (Mt 26;56) (Jn 20;19), se
transforman en intrépidos propagadores de la doctrina de Cristo (Hech 2;14)
(Hech 4;13) (Hech 4;19) (Hech 5;29).
En cuanto al lugar en que sucedió
la escena, parece claro que fue en una casa o local cerrado (v.1-2),
probablemente la misma en que se habían reunido los apóstoles al volver del
Olivete, después de la ascensión (1;13). Si ahora estaban reunidos todos los
120 de cuando la elección de Matías (Hech 1;15), o sólo el grupo apostólico
presentado antes (Hech 1;13-14), no es fácil de determinar. De hecho, en la
narración sólo se habla de los apóstoles (Hech 2;14) (Hech 2;37), pero la
expresión «estando todos juntos» (v.1) parece exigir que, si no el grupo de los
120, al menos estaban todos los del grupo apostólico.
La afirmación fundamental del
pasaje está en aquellas palabras del (v.4): «quedaron todos llenos del
Espíritu Santo». Todo lo demás, de que se habla antes o después, no son
sino manifestaciones exteriores para hacer visible esa gran verdad. A eso tiende
el ruido, como de viento impetuoso, que se oye en toda la casa (v.2). Era como
el primer toque de atención. A ese fenómeno acústico sigue otro fenómeno de
orden visual: unas llamecitas, en forma de lenguas de fuego, que se reparten y
van posando sobre cada uno de los reunidos (v.3). Ambos fenómenos pretenden lo
mismo: llamar la atención de los reunidos de que algo extraordinario está
sucediendo. Y nótese que lo mismo el «viento» que el «fuego» eran los elementos
que solían acompañar las teofanías (Ex 3;2) (Ex 24;17) (2Sam 5;24) (2Re 19;11)
(Ez 1;13) y, por tanto, es obvio que los apóstoles pensasen que se hallaban
ante una teofanía, la prometida por Jesús pocos días antes, al anunciarles que
serían bautizados en el Espíritu Santo (Hech 1;6-8). Es clásica, además, la
imagen del «fuego» como símbolo de purificación a fondo y total (Is 6;5-7) (Ez
22;20-22) (Sl 16;3) (Sl 17;31) (Sl 65;10) (Sl 118;110) (Prov 17;3) (Prov 30;5)
(Eclo 2;5), y probablemente eso quiere indicar también aquí. El texto, sin
embargo, parece que, con esa imagen de las «lenguas de fuego», apunta sobre
todo al don de lenguas.
Leemos en (Hech 2;5 ss): “Residían
en Jerusalén judíos, varones piadosos, de cuantas naciones hay bajo el cielo, y
habiéndose corrido la voz, se juntó una muchedumbre que se quedó confusa al
oírlos hablar cada uno en su propia lengua. Estupefactos de admiración, decían:
Todos éstos que hablan, ¿no son galileos? Pues ¿cómo nosotros los oímos cada
uno en nuestra propia lengua, en la que hemos nacido? Partos, medos, elamitas,
los que habitan Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto y Asia, Frigia y
Panfilia, Egipto y las partes de Libia que están contra Cirene, y los
forasteros romanos, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, los oímos hablar
en nuestras propias lenguas las grandezas de Dios. Todos, atónitos y fuera de
sí, se decían unos a otros: ¿Qué es esto? Otros, burlándose, decían: Están
cargados de mosto”.
Entonces se levantó Pedro con los
once y alzando la voz les habló (Hech 2;14-36). Este discurso de Pedro inaugura
la apologética cristiana, y en él podemos ver el esquema de lo que había de
constituir la predicación o kerigma apostólico (Hech 3;12-26) (Hech 4;9-12)
(Hech 5;29-32) (Hech 10;34-43) (Hech 13;16-41). Como centro, el testimonio de
la resurrección y exaltación de Cristo (Hech 2;24) (Hech 2;31-33), en
consonancia con lo que ya les había predicho el Señor (Hech 1;8) (Hech 1;22); y
girando en torno a esa afirmación fundamental, otras particularidades sobre la
vida y misión de Cristo (Hech 2;22) (Hech 2;33), para concluir exhortando a los
oyentes a creer en él como Señor y Mesías (v.36). Contra la aceptación de esa
tesis se levantaba una enorme dificultad, cual era la pasión y muerte
ignominiosa de ese Jesús Mesías; y a ella responde San Pedro que todo ocurrió
«según los designios de la presciencia de Dios» (v.23), y, por tanto, no fue a
la muerte, porque sus enemigos prevalecieran sobre él (Jn 7;30) (Jn 10;18),
sino porque así lo había decretado Dios en orden a la salvación de los hombres
(Jn 3;16) (Jn 14;31) (Jn 18;11) (Rom 8,32). La misma solución dará también San
Pablo (Hech 13;27-29).
Efecto del discurso de Pedro.
Primeras conversiones (Hech 2;37-41)
“En oyéndole, se sintieron
compungidos de corazón y dijeron a Pedro y a los demás apóstoles: ¿Qué hemos de
hacer, hermanos? Pedro les contestó: Arrepentíos y bautizaos en el nombre de
Jesucristo para remisión de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu
Santo. Porque para vosotros es esta promesa y para vuestros hijos, y para todos
los de lejos, cuantos llamare a sí el Señor Dios nuestro. Con otras muchas
palabras atestiguaba y los exhortaba diciendo: Salvaos de esta generación
perversa. Ellos recibieron su palabra y
se bautizaron, y se convirtieron aquel día unas tres mil almas”.
Las condiciones que Pedro propone
a los bien dispuestos qué preguntan qué deben hacer son el “arrepentimiento”
y la “recepción del bautismo en nombre de Jesucristo” (v.38). Con ello
conseguirán la «salud» (Hech 2;21) (Hech 2;47) ;(Hech 4;12) (Hech 11;14) (Hech
13;26) (Hech 15;11) (Hech 16;17) (Hech 16;30-31), la cual incluye la «remisión
de los pecados» y el «don del Espíritu» (v.38) o, en frase
equivalente de otro lugar, la «remisión de los pecados y la herencia entre
los santificados» (Hech 26;18). Ese «don del Espíritu» no es otro
que el tantas veces anunciado por los profetas en el Antiguo Testamento (Jer 31;33)
(Ez 36;27) (Joel 3;1-2) y prometido por Cristo en el Evangelio (Lc 12;12) (Lc
24;49) (Jn 14;26) (Jn 16;13), don que solía exteriorizarse con los carismas de
glosolalia y milagros (Hech 2;4) (Hech 8;17-19) (Hech 19;5-6), pero que suponía
una gracia interior más permanente que, aunque no se especifica, parece
consistía, como se desprende del conjunto de las narraciones, en una fuerza y
sabiduría sobrenaturales que capacitaban al bautizado para ser testigo de
Cristo (Hech 1;8) (Hech 2;14-36) (Hech 4;33) (Hech 5;32) (Hech 6;10) (Hech
11;17).
La fórmula “en el nombre de
Jesucristo” se repite varias veces en los Hechos (Hech 8;16) (Hech 10;48) (Hech
19;5). Entre los antiguos hubo muchos que creyeron ser ésa la fórmula con que
se administraba entonces el bautismo. Sin embargo, la inmensa mayoría de los
autores modernos, juzgan mucho más fundado aceptar que también entonces se
usaba la fórmula trinitaria, como Cristo había determinado (Mt 28;19). Y como
vemos se hacía en la época de la Didaché (Did. 8;1-3). Es probable que la
expresión «en el nombre de Jesucristo» sea simplemente un modo de
designar el bautismo cristiano, es decir, ese bautismo que recibe de Cristo su
eficacia y nos incorpora a él, muy distinto bajo ese aspecto de otros ritos
análogos, como el del Bautista, el de los esenios, el de los prosélitos, etc.
De hecho, la Didaché, después de afirmar que el bautismo debe administrarse en el
nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (Did. 8;1-3), añade más
adelante que sólo podrán participar en el banquete eucarístico los que hubieren
sido bautizados «en el nombre del Señor» (Did. 10;5), con cuya expresión es
evidente que no quiere indicar otra cosa sino los bautizados «con el bautismo
cristiano».
El Bautismo de Cristo
Todas las prefiguraciones de la Antigua Alianza culminan en Cristo
Jesús. Comienza su vida pública después de hacerse bautizar por san Juan el
Bautista en el Jordán (Mt 3;13) y, después de su Resurrección, confiere esta
misión a sus Apóstoles: "Id, pues, y haced discípulos a todas las
gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y
enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado" (Mt 28;19-20) (Mc
16;15-16).
Nuestro Señor se sometió voluntariamente al Bautismo de san Juan,
destinado a los pecadores, para "cumplir toda justicia" (Mt 3;15).
Este gesto de Jesús es una manifestación de su "anonadamiento" (Flp 2;7).
El Espíritu que se cernía sobre las aguas de la primera creación desciende
entonces sobre Cristo, como preludio de la nueva creación, y el Padre
manifiesta a Jesús como su "Hijo amado" (Mt 3;16-17).
En su Pascua, Cristo abrió a todos los hombres las fuentes del
Bautismo. En efecto, había hablado ya de su pasión que iba a sufrir en
Jerusalén como de un "Bautismo" con que debía ser bautizado (Mc 10;38)
(Lc 12;50). La sangre y el agua que brotaron del costado traspasado de Jesús
crucificado (Jn 19;34) son figuras del Bautismo y de la Eucaristía, sacramentos
de la vida nueva (1Jn 5;6-8): desde entonces, es posible "nacer del agua y
del Espíritu" para entrar en el Reino de Dios (Jn 3;5).
El Bautismo en la Iglesia
Desde el día de Pentecostés la Iglesia ha
celebrado y administrado el santo Bautismo. En efecto, hemos visto a san Pedro bautizando
a tres mil en el propio día de Pascua (Hech 2;38). A partir de entonces, los
Apóstoles y sus colaboradores ofrecen el bautismo a quien crea en Jesús:
judíos, hombres temerosos de Dios, paganos (Hech 2;41) (Hech 8;12-13) (Hech 10;48)
(Hech 16;15). El Bautismo aparece siempre ligado a la fe: "Ten fe en el
Señor Jesús y te salvarás tú y tu casa", declara san Pablo a su carcelero
en Filipos. El relato continúa: "el carcelero inmediatamente recibió el
bautismo, él y todos los suyos" (Hech 16;31-33).
Según el apóstol san Pablo, por el Bautismo el creyente participa
en la muerte de Cristo; es sepultado y resucita con Él: «¿O es que ignoráis
que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte?
Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al
igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del
Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rom 6;3-4) (Col 2;12).
Los bautizados se han "revestido de Cristo" (Gl 3;27).
Por el Espíritu Santo, el Bautismo es un baño que purifica, santifica y
justifica (1Cor 6;11) (1Cor 12;13). El Bautismo
es, pues, un baño de agua en el que la "semilla incorruptible"
de la Palabra de Dios produce su efecto vivificador (1Pe 1;23) (Ef 5;26).
La necesidad del bautismo
El Señor mismo afirma que el Bautismo es necesario para la
salvación (Jn 3;5). Por ello mandó a sus discípulos a anunciar el Evangelio y
bautizar a todas las naciones (Mt 28;19-20). El Bautismo es necesario para la
salvación en aquellos a los que el Evangelio ha sido anunciado y han tenido la
posibilidad de pedir este sacramento (Mc 16;16). La Iglesia no conoce otro
medio que el Bautismo para asegurar la entrada en la bienaventuranza eterna;
por eso está obligada a no descuidar la misión que ha recibido del Señor de
hacer "renacer del agua y del Espíritu" a todos los que pueden ser
bautizados. Dios ha vinculado la salvación
al sacramento del Bautismo.
Por el Bautismo, todos los pecados son perdonados, el
pecado original y todos los pecados personales, así como todas las penas del
pecado. En efecto, en los que han sido regenerados no permanece nada que les
impida entrar en el Reino de Dios, ni el pecado de Adán, ni el pecado personal,
ni las consecuencias del pecado, la más grave de las cuales es la separación de
Dios. No obstante, en el bautizado permanecen ciertas consecuencias temporales
del pecado, como los sufrimientos, la enfermedad, la muerte o las fragilidades
inherentes a la vida como las debilidades de carácter, etc., así como una
inclinación al pecado que debe ser vencida resistiéndola con coraje (2Tim 2;5).
El Bautismo no solamente purifica de todos los pecados, hace
también del neófito "una nueva creatura" (2Cor 5;17), un hijo
adoptivo de Dios (Gl 4;5-7) que ha sido hecho "partícipe de la naturaleza
divina" (2Pe 1;4), miembro de Cristo (1Cor 6;15) (1Cor 12;27), coheredero
con Él (Rom 8;17) y templo del Espíritu Santo (1Cor 6;19).
¿Y qué hay de los 144.000 que según los testigos de Jehová son los únicos que con Cristo a la cabeza van a entrar en el cielo?
Dios no elige de entre la humanidad pecadora a un grupo de solamente 144.000 hombres para que vayan al cielo y gobiernen con Cristo sobre el resto de la humanidad. Al cielo van todos los que cumplen las condiciones propuestas por el propio Jesucristo. Véase si no: (Mt 5;1-3) (Mt 6;19-21) (Mt 7;21) (Mt 7;28) (Lc 12;32-34) (Col 3;1-2), etc.
144.000, como cantidad literal e irrefutablemente exacta, es la interpretación que los testigos de Jehová dan al resultado de multiplicar dos números que consideran simbólicos (¿?): 12 tribus x 12.000 de cada tribu. Estos son solamente los que, según ellos, entrarán en el cielo, dejando a un lado las palabras de Jesucristo que, como ejemplo, hemos visto en las referencias anteriores.
Podríamos añadir que si a estos 144.000 se les llama las “primicias” (Sant 1;18) (1Pe 2;9) es que, tras este número a todas luces simbólico, seguirá una multitud de personas tal cual se describe en la propia Escritura.
Cualquier persona que es bautizada en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, tal cual indicó Jesucristo a sus apóstoles, recibe el perdón de sus pecados y la dádiva gratuita del Espíritu Santo, por lo que experimenta un cambio tan profundo que, según Jesús, es como volver a nacer o ser “engendrado desde arriba” (Jn 3;3-5).