miércoles, 26 de febrero de 2020

EL ESPÍRITU MISMO DA TESTIMONIO

EL ESPÍRITU MISMO DA TESTIMONIO

Comentario o análisis general al artículo de estudio 4 que se titula: “El espíritu mismo da testimonio”, y que los TJ han de estudiar del 23 al 29 de marzo de 2020, según “La Atalaya” -edición de estudio- de enero 2020.
La promesa del Padre: El Espíritu Santo

Jesús, después de su resurrección, se apareció a sus apóstoles en varias ocasiones a lo largo de cuarenta días, y les hablaba del Reino de Dios (Hech 1;2-3) (Mc 16;14) (Lc 24;30) (Lc 24;43) (Jn 21;9-13) (Hech 10;41).

En una de estas apariciones, comiendo con ellos, les mandó que no se ausentasen de Jerusalén sino esperar la “promesa del Padre” que del propio Jesús habían escuchado (Hech 1;4) porque Juan bautizó en agua, pero ellos serían bautizados en el Espíritu Santo (Hech 1;5). Quería el Señor que Jerusalén, centro de la teocracia judía, fuera también el lugar donde se inaugurara oficialmente la iglesia, adquiriendo así un hondo significado para los cristianos (Gl 4;25-26) (Ap 3;12) (Ap 21;2-22) ya que Jerusalén será la Iglesia madre y de ahí, una vez recibido el Espíritu Santo, partirán los apóstoles para anunciar el Reino de Dios en el resto de Palestina y hasta los extremos de la tierra (Hech 1;8).

Llama al Espíritu Santo «promesa del Padre», pues repetidas veces había sido prometido en el Antiguo Testamento para los tiempos mesiánicos (Is 44;3) (Ez 36;26-27) (Joel 2;28-32), como luego hará notar San Pedro en su discurso del día de Pentecostés, dando razón del hecho (Hech 2;16). También Jesús lo había prometido varias veces a lo largo de su vida pública para después de que él se marchara (Lc 24;49) (Jn 14;16) (Jn 16;7). Dice que «serán bautizados» en él, es decir, como sumergidos en el torrente de sus gracias y de sus dones. Evidentemente alude con ello a la gran efusión de Pentecostés (Hech 2;1-4).

Es interesante hacer notar como los discípulos, después de varios años de convivencia con el Maestro, seguían aún ilusionados con una restauración temporal de la realeza davídica, con dominio de Israel sobre los otros pueblos. Así interpretaban lo dicho por los profetas sobre el reino mesiánico (Is 11;12) (Is 14;2) (Is 49;23) (Ez 11;17) (Os 3;5) (Am 9;11-15) (Sl 2,8) (Sl 110;2-5), a pesar de que ya Jesús, en varias ocasiones, les había declarado la naturaleza espiritual de ese reino (Mt 16;21-28) (Mt 20;26-28) (Lc 17;20-21) (Lc 18;31-34) (Jn 18;36). No renegaban con ello de su fe en Jesús, antes, al contrario, viéndole ahora resucitado y triunfante, se sentían más confiados y unidos a él; pero tenían aún muy metida esa concepción político-mesiánica, que tantas veces se deja traslucir en los Evangelios (Mt 20;21) (Lc 24;21) (Jn 6;15) y que obligaba a Jesús a usar de suma prudencia al manifestar su carácter de Mesías, a fin de no provocar levantamientos peligrosos que obstaculizasen su misión (Mt 13;13) (Mt 16;20) (Mc 3;11-12) (Mc 9;9). Sólo la luz del Espíritu Santo acabará de corregir estos prejuicios judaicos de los apóstoles, dándoles a conocer la verdadera naturaleza del Evangelio. De momento, Jesús no cree oportuno volver a insistir sobre el particular, y se contenta con responder a la cuestión cronológica, diciéndoles que el pleno establecimiento del reino mesiánico, de cuya naturaleza él ahora nada especifica es de la sola competencia del Padre, que es quien ha fijado los diversos «tiempos y momentos» de preparación (Hech 17;30) (Rom 3;26) (1 Pe 1;11), inauguración (Mc 1;15) (Gl 4;4) (1Tim 2;6), desarrollo (Mt 13;30) (Rom 11;25) (Rom 13;11) (2Cor 6;2) (1Tes 5;1-11) y consumación definitiva (Mt 24;36) (Mt 25;31-46) (Rom 2;5-11) (1Cor 1;7-8) (2Tes 1;6-10). 

En tal ignorancia, lo que a ellos toca, una vez recibida la fuerza procedente del Espíritu Santo, es trabajar por ese restablecimiento, presentándose como testigos de los hechos y enseñanzas de Jesús, primero en Jerusalén, luego en toda la Palestina y, finalmente, en medio de la gentilidad. 

Con esas palabras traza Jesús a los apóstoles las diversas fases de la propagación del Evangelio. Es un mandato y una promesa. Al reino de Israel, limitado a Palestina, opone Jesús la universalidad de su Iglesia y de su reino, predicha ya por los profetas (Sl 87;1-7) (Is 2;2-4) (Is 45;14) (Is 60;6-14) (Jer 16;19-21) (Sof 3;9-10) (Zac 8; 20-23) y repetidamente afirmada por él (Mt 8;11) (Mt 24;14) (Mt 28;19) (Lc 24;47)

Venida del Espíritu Santo en Pentecostés. (Hech 2;1-13)

Escena de enorme trascendencia en la historia de la Iglesia la narrada aquí por San Lucas. A ella, como a algo extraordinario, se refería Jesucristo cuando, poco antes de la ascensión, avisaba a los apóstoles de que no se ausentasen de Jerusalén hasta que llegara este día (Hech 1;4-5). 

Es ahora precisamente cuando puede decirse que va a comenzar la historia de la Iglesia, pues es ahora cuando el Espíritu Santo desciende visiblemente sobre ella para darle vida y ponerla en movimiento. Los apóstoles, antes tímidos (Mt 26;56) (Jn 20;19), se transforman en intrépidos propagadores de la doctrina de Cristo (Hech 2;14) (Hech 4;13) (Hech 4;19) (Hech 5;29). 

En cuanto al lugar en que sucedió la escena, parece claro que fue en una casa o local cerrado (v.1-2), probablemente la misma en que se habían reunido los apóstoles al volver del Olivete, después de la ascensión (1;13). Si ahora estaban reunidos todos los 120 de cuando la elección de Matías (Hech 1;15), o sólo el grupo apostólico presentado antes (Hech 1;13-14), no es fácil de determinar. De hecho, en la narración sólo se habla de los apóstoles (Hech 2;14) (Hech 2;37), pero la expresión «estando todos juntos» (v.1) parece exigir que, si no el grupo de los 120, al menos estaban todos los del grupo apostólico. 

La afirmación fundamental del pasaje está en aquellas palabras del (v.4): «quedaron todos llenos del Espíritu Santo». Todo lo demás, de que se habla antes o después, no son sino manifestaciones exteriores para hacer visible esa gran verdad. A eso tiende el ruido, como de viento impetuoso, que se oye en toda la casa (v.2). Era como el primer toque de atención. A ese fenómeno acústico sigue otro fenómeno de orden visual: unas llamecitas, en forma de lenguas de fuego, que se reparten y van posando sobre cada uno de los reunidos (v.3). Ambos fenómenos pretenden lo mismo: llamar la atención de los reunidos de que algo extraordinario está sucediendo. Y nótese que lo mismo el «viento» que el «fuego» eran los elementos que solían acompañar las teofanías (Ex 3;2) (Ex 24;17) (2Sam 5;24) (2Re 19;11) (Ez 1;13) y, por tanto, es obvio que los apóstoles pensasen que se hallaban ante una teofanía, la prometida por Jesús pocos días antes, al anunciarles que serían bautizados en el Espíritu Santo (Hech 1;6-8). Es clásica, además, la imagen del «fuego» como símbolo de purificación a fondo y total (Is 6;5-7) (Ez 22;20-22) (Sl 16;3) (Sl 17;31) (Sl 65;10) (Sl 118;110) (Prov 17;3) (Prov 30;5) (Eclo 2;5), y probablemente eso quiere indicar también aquí. El texto, sin embargo, parece que, con esa imagen de las «lenguas de fuego», apunta sobre todo al don de lenguas.

Leemos en (Hech 2;5 ss): “Residían en Jerusalén judíos, varones piadosos, de cuantas naciones hay bajo el cielo, y habiéndose corrido la voz, se juntó una muchedumbre que se quedó confusa al oírlos hablar cada uno en su propia lengua. Estupefactos de admiración, decían: Todos éstos que hablan, ¿no son galileos? Pues ¿cómo nosotros los oímos cada uno en nuestra propia lengua, en la que hemos nacido? Partos, medos, elamitas, los que habitan Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto y Asia, Frigia y Panfilia, Egipto y las partes de Libia que están contra Cirene, y los forasteros romanos, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, los oímos hablar en nuestras propias lenguas las grandezas de Dios. Todos, atónitos y fuera de sí, se decían unos a otros: ¿Qué es esto? Otros, burlándose, decían: Están cargados de mosto”.

Entonces se levantó Pedro con los once y alzando la voz les habló (Hech 2;14-36). Este discurso de Pedro inaugura la apologética cristiana, y en él podemos ver el esquema de lo que había de constituir la predicación o kerigma apostólico (Hech 3;12-26) (Hech 4;9-12) (Hech 5;29-32) (Hech 10;34-43) (Hech 13;16-41). Como centro, el testimonio de la resurrección y exaltación de Cristo (Hech 2;24) (Hech 2;31-33), en consonancia con lo que ya les había predicho el Señor (Hech 1;8) (Hech 1;22); y girando en torno a esa afirmación fundamental, otras particularidades sobre la vida y misión de Cristo (Hech 2;22) (Hech 2;33), para concluir exhortando a los oyentes a creer en él como Señor y Mesías (v.36). Contra la aceptación de esa tesis se levantaba una enorme dificultad, cual era la pasión y muerte ignominiosa de ese Jesús Mesías; y a ella responde San Pedro que todo ocurrió «según los designios de la presciencia de Dios» (v.23), y, por tanto, no fue a la muerte, porque sus enemigos prevalecieran sobre él (Jn 7;30) (Jn 10;18), sino porque así lo había decretado Dios en orden a la salvación de los hombres (Jn 3;16) (Jn 14;31) (Jn 18;11) (Rom 8,32). La misma solución dará también San Pablo (Hech 13;27-29).

Efecto del discurso de Pedro. Primeras conversiones (Hech 2;37-41)

“En oyéndole, se sintieron compungidos de corazón y dijeron a Pedro y a los demás apóstoles: ¿Qué hemos de hacer, hermanos? Pedro les contestó: Arrepentíos y bautizaos en el nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo. Porque para vosotros es esta promesa y para vuestros hijos, y para todos los de lejos, cuantos llamare a sí el Señor Dios nuestro. Con otras muchas palabras atestiguaba y los exhortaba diciendo: Salvaos de esta generación perversa.  Ellos recibieron su palabra y se bautizaron, y se convirtieron aquel día unas tres mil almas”. 

Las condiciones que Pedro propone a los bien dispuestos qué preguntan qué deben hacer son el “arrepentimiento” y la “recepción del bautismo en nombre de Jesucristo” (v.38). Con ello conseguirán la «salud» (Hech 2;21) (Hech 2;47) ;(Hech 4;12) (Hech 11;14) (Hech 13;26) (Hech 15;11) (Hech 16;17) (Hech 16;30-31), la cual incluye la «remisión de los pecados» y el «don del Espíritu» (v.38) o, en frase equivalente de otro lugar, la «remisión de los pecados y la herencia entre los santificados» (Hech 26;18). Ese «don del Espíritu» no es otro que el tantas veces anunciado por los profetas en el Antiguo Testamento (Jer 31;33) (Ez 36;27) (Joel 3;1-2) y prometido por Cristo en el Evangelio (Lc 12;12) (Lc 24;49) (Jn 14;26) (Jn 16;13), don que solía exteriorizarse con los carismas de glosolalia y milagros (Hech 2;4) (Hech 8;17-19) (Hech 19;5-6), pero que suponía una gracia interior más permanente que, aunque no se especifica, parece consistía, como se desprende del conjunto de las narraciones, en una fuerza y sabiduría sobrenaturales que capacitaban al bautizado para ser testigo de Cristo (Hech 1;8) (Hech 2;14-36) (Hech 4;33) (Hech 5;32) (Hech 6;10) (Hech 11;17).

La fórmula “en el nombre de Jesucristo” se repite varias veces en los Hechos (Hech 8;16) (Hech 10;48) (Hech 19;5). Entre los antiguos hubo muchos que creyeron ser ésa la fórmula con que se administraba entonces el bautismo. Sin embargo, la inmensa mayoría de los autores modernos, juzgan mucho más fundado aceptar que también entonces se usaba la fórmula trinitaria, como Cristo había determinado (Mt 28;19). Y como vemos se hacía en la época de la Didaché (Did. 8;1-3). Es probable que la expresión «en el nombre de Jesucristo» sea simplemente un modo de designar el bautismo cristiano, es decir, ese bautismo que recibe de Cristo su eficacia y nos incorpora a él, muy distinto bajo ese aspecto de otros ritos análogos, como el del Bautista, el de los esenios, el de los prosélitos, etc. De hecho, la Didaché, después de afirmar que el bautismo debe administrarse en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (Did. 8;1-3), añade más adelante que sólo podrán participar en el banquete eucarístico los que hubieren sido bautizados «en el nombre del Señor» (Did. 10;5), con cuya expresión es evidente que no quiere indicar otra cosa sino los bautizados «con el bautismo cristiano».

El Bautismo de Cristo

Todas las prefiguraciones de la Antigua Alianza culminan en Cristo Jesús. Comienza su vida pública después de hacerse bautizar por san Juan el Bautista en el Jordán (Mt 3;13) y, después de su Resurrección, confiere esta misión a sus Apóstoles: "Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado" (Mt 28;19-20) (Mc 16;15-16).

Nuestro Señor se sometió voluntariamente al Bautismo de san Juan, destinado a los pecadores, para "cumplir toda justicia" (Mt 3;15). Este gesto de Jesús es una manifestación de su "anonadamiento" (Flp 2;7). El Espíritu que se cernía sobre las aguas de la primera creación desciende entonces sobre Cristo, como preludio de la nueva creación, y el Padre manifiesta a Jesús como su "Hijo amado" (Mt 3;16-17).

En su Pascua, Cristo abrió a todos los hombres las fuentes del Bautismo. En efecto, había hablado ya de su pasión que iba a sufrir en Jerusalén como de un "Bautismo" con que debía ser bautizado (Mc 10;38) (Lc 12;50). La sangre y el agua que brotaron del costado traspasado de Jesús crucificado (Jn 19;34) son figuras del Bautismo y de la Eucaristía, sacramentos de la vida nueva (1Jn 5;6-8): desde entonces, es posible "nacer del agua y del Espíritu" para entrar en el Reino de Dios (Jn 3;5). 

El Bautismo en la Iglesia

Desde el día de Pentecostés la Iglesia ha celebrado y administrado el santo Bautismo. En efecto, hemos visto a san Pedro bautizando a tres mil en el propio día de Pascua (Hech 2;38). A partir de entonces, los Apóstoles y sus colaboradores ofrecen el bautismo a quien crea en Jesús: judíos, hombres temerosos de Dios, paganos (Hech 2;41) (Hech 8;12-13) (Hech 10;48) (Hech 16;15). El Bautismo aparece siempre ligado a la fe: "Ten fe en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu casa", declara san Pablo a su carcelero en Filipos. El relato continúa: "el carcelero inmediatamente recibió el bautismo, él y todos los suyos" (Hech 16;31-33).

Según el apóstol san Pablo, por el Bautismo el creyente participa en la muerte de Cristo; es sepultado y resucita con Él: «¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rom 6;3-4) (Col 2;12). 

Los bautizados se han "revestido de Cristo" (Gl 3;27). Por el Espíritu Santo, el Bautismo es un baño que purifica, santifica y justifica (1Cor 6;11) (1Cor 12;13). El Bautismo es, pues, un baño de agua en el que la "semilla incorruptible" de la Palabra de Dios produce su efecto vivificador (1Pe 1;23) (Ef 5;26).

La necesidad del bautismo

El Señor mismo afirma que el Bautismo es necesario para la salvación (Jn 3;5). Por ello mandó a sus discípulos a anunciar el Evangelio y bautizar a todas las naciones (Mt 28;19-20). El Bautismo es necesario para la salvación en aquellos a los que el Evangelio ha sido anunciado y han tenido la posibilidad de pedir este sacramento (Mc 16;16). La Iglesia no conoce otro medio que el Bautismo para asegurar la entrada en la bienaventuranza eterna; por eso está obligada a no descuidar la misión que ha recibido del Señor de hacer "renacer del agua y del Espíritu" a todos los que pueden ser bautizados. Dios ha vinculado la salvación al sacramento del Bautismo.

Por el Bautismo, todos los pecados son perdonados, el pecado original y todos los pecados personales, así como todas las penas del pecado. En efecto, en los que han sido regenerados no permanece nada que les impida entrar en el Reino de Dios, ni el pecado de Adán, ni el pecado personal, ni las consecuencias del pecado, la más grave de las cuales es la separación de Dios. No obstante, en el bautizado permanecen ciertas consecuencias temporales del pecado, como los sufrimientos, la enfermedad, la muerte o las fragilidades inherentes a la vida como las debilidades de carácter, etc., así como una inclinación al pecado que debe ser vencida resistiéndola con coraje (2Tim 2;5).

El Bautismo no solamente purifica de todos los pecados, hace también del neófito "una nueva creatura" (2Cor 5;17), un hijo adoptivo de Dios (Gl 4;5-7) que ha sido hecho "partícipe de la naturaleza divina" (2Pe 1;4), miembro de Cristo (1Cor 6;15) (1Cor 12;27), coheredero con Él (Rom 8;17) y templo del Espíritu Santo (1Cor 6;19).

¿Y qué hay de los 144.000 que según los testigos de Jehová son los únicos que con Cristo a la cabeza van a entrar en el cielo?

Dios no elige de entre la humanidad pecadora a un grupo de solamente 144.000 hombres para que vayan al cielo y gobiernen con Cristo sobre el resto de la humanidad. Al cielo van todos los que cumplen las condiciones propuestas por el propio Jesucristo. Véase si no: (Mt 5;1-3) (Mt 6;19-21) (Mt 7;21) (Mt 7;28) (Lc 12;32-34) (Col 3;1-2), etc.

144.000, como cantidad literal e irrefutablemente exacta, es la interpretación que los testigos de Jehová dan al resultado de multiplicar dos números que consideran simbólicos (¿?): 12 tribus x 12.000 de cada tribu. Estos son solamente los que, según ellos, entrarán en el cielo, dejando a un lado las palabras de Jesucristo que, como ejemplo, hemos visto en las referencias anteriores.

Podríamos añadir que si a estos 144.000 se les llama las “primicias” (Sant 1;18) (1Pe 2;9) es que, tras este número a todas luces simbólico, seguirá una multitud de personas tal cual se describe en la propia Escritura.   

Cualquier persona que es bautizada en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, tal cual indicó Jesucristo a sus apóstoles, recibe el perdón de sus pecados y la dádiva gratuita del Espíritu Santo, por lo que experimenta un cambio tan profundo que, según Jesús, es como volver a nacer o ser “engendrado desde arriba” (Jn 3;3-5).