El
sufrimiento como purificación y redención
EL SUFRIMIENTO COMO
PURIFICACIÓN
Dios -en su infinita misericordia- dio a la
desobediencia de Adán un valor y un sentido positivos, otorgándole al mal y al
sufrimiento un carácter purificador. Así sucedió con Israel en el
tiempo de Moisés, cuando el pueblo era voluble y caprichoso. Dios lo purificó
con un largo viaje a través del desierto, y así lo fue formando hasta que fue
capaz de entrar en la tierra prometida y reconocer la fidelidad de Dios a su
palabra. Con frecuencia, el sufrimiento adquiere –en la Providencia divina– un
valor semejante, purificador. Existen personas que, enfrascadas en el ajetreo
de la vida, no se plantean las preguntas decisivas hasta que una enfermedad, o
un revés económico o familiar, los lleva a interrogarse más a fondo. Y es
frecuente que se opere un cambio, una conversión, o una mejora, o una apertura
a la necesidad del prójimo. Entonces el sufrimiento es también pedagogía de
Dios, que quiere que el hombre no se pierda, que no se disipe en las delicias
del camino o entre los afanes mundanos.
EL SUFRIMIENTO REDENTOR DE JESÚS
El carácter purificador del sufrimiento
culmina -en la historia- con la pasión redentora de Jesús que, sin conocer el
pecado, con su martirio inocente asumió para siempre todos los dolores y
sufrimientos de la humanidad. En efecto, el martirio de Jesús no fue producto
de un azar, sino que estaba previsto en el designio divino para la salvación
del hombre y es por eso que ya fue anunciado por los profetas del Antiguo
Testamento como una promesa divina de redención universal.
Muchas veces, fuera
de la fe, el sufrimiento del inocente y justo causa desconcierto mientras que a
otros que han vivido de espaldas a Dios parece que la vida les sonríe. La
Pasión de Cristo es la única que puede dar luz a este misterio del sufrimiento
humano, de modo particular al dolor del inocente. En la Cruz de Cristo no sólo
se ha cumplido la redención mediante el sufrimiento, sino que el mismo
sufrimiento humano ha quedado redimido. Los padecimientos de Jesús fueron el
precio de nuestra salvación. Desde entonces, nuestro dolor puede unirse al de
Cristo y, mediante él, participar en la Redención de la humanidad entera.
NUESTRO SUFRIMIENTO
TAMBIÉN PUEDE SER REDENTOR. SENTIDO CRISTIANO DEL DOLOR.
Nosotros hemos de
mirar a Cristo en medio de nuestras pruebas y tribulaciones procurando ver a
través del crucificado el amor infinito de Dios que se abaja y se humilla por
el bien del pecador. Entonces comprenderemos que cargar con nuestra Cruz junto
a la del Maestro adquiere todo su sentido, ya que en la cruz de Jesús el amor de
Dios lavó los pecados del mundo.
Así, pues, también
nuestros sufrimientos pueden ser redentores, cuando son fruto del amor o se
transforman por el amor. Entonces participan de la Cruz de Cristo, pues el
sufrimiento es fuente de vida: de vida interior y de gracia para uno mismo y
para los demás. En realidad, no es el sufrimiento en cuanto tal lo que redime,
sino la caridad presente en él.
Y es que nunca pasa
el dolor a nuestro lado dejándonos como antes. Purifica el alma, la eleva,
aumenta el grado de unión con la voluntad divina, nos ayuda a desasirnos de los
bienes, del excesivo apego a la salud, nos hace corredentores con Cristo..., o,
por el contrario, nos aleja del Señor y deja el alma torpe para lo sobrenatural
y entristecida.
Ya en lo humano el
amor tiene capacidad de modelar la vida: la madre que no escatima esfuerzos por
la felicidad de sus hijos, el hermano que se sacrifica por el hermano
necesitado, el soldado que se juega la vida por su pelotón. Son ejemplos que
perviven en la memoria y honran a sus protagonistas. Cuando ese amor está
motivado y fundado en la fe, entonces, además de ser algo hermoso, es también
divino: participa de la Cruz y es canal de la gracia que proviene de Cristo.
Allí el mal se transforma en bien, mediante la acción del Espíritu Santo, don
que procede de la Cruz de Jesús.
Jesucristo ofrece a
los hombres el sentido cristiano del dolor, de la enfermedad y de la muerte, y
les ofrece la gracia de vivirlo de modo sobrenatural. Así lo expresa S. Pablo "Estoy
crucificado con Cristo y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí. Aunque al
presente vivo en la carne, vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se
entregó por mí" (Gal 2, 19-20). Así, la enfermedad completa la Pasión
de Cristo, y los enfermos en la Iglesia tienen la misión de recordarnos con su
ejemplo los valores esenciales.
El sentido cristiano
del dolor está orientado a la participación en la pasión de Cristo y al triunfo
permanente sobre el pecado y la muerte, es decir, a la resurrección. Nos
encontramos ante un gran misterio que sólo la fe ilumina. En efecto, bajo la
luz de Cristo, el dolor y el sufrimiento tienen sentido en el Misterio de la
Redención y que ese agobio propio de la enfermedad solo puede ser vencido por
la fuerza del amor (1 Pe 2;20-21).
En la predicación de
Jesús se dan como signos de que su Reino ha llegado a nosotros la acción de su
poder y señorío sobre la enfermedad y la muerte. Muchos signos realizó el Señor,
curaciones portentosas e incluso la resurrección de los muertos. Estos mismos
signos hicieron los Apóstoles en el nombre de Jesús y según su promesa se
siguen dando de diversas maneras en la predicación de su Palabra (Mc 16;14 ss).
¿Quién puede negar los milagros inexplicables para la ciencia que se realizan
en Lourdes en Fátima y en otros santuarios del mundo entero, o, por otra parte,
la comprobación de estrictos milagros en las causas de los Santos?
Es por ello que el cristiano
defiende la vida y se opone a la "Cultura de la Muerte", que no busca
la verdadera relación entre la Vida terrena y la Vida Eterna. Su estancia en la
tierra se prolonga en la Vida Eterna al ver a Dios tal cual es, es el destino
del Hombre: verdad que nos purifica y nos salva.
El sufrimiento es
fruto del pecado del hombre, y Jesús, el Hijo de Dios, ha querido pasar por él
para redimirnos, para salvarnos, para sacarnos del pecado y de la muerte. Por
eso el sufrimiento, desde ese momento, tiene un valor distinto: puede ser
encuentro con Dios, acercamiento a Dios. Entenderlo así es descubrir la
grandeza de Dios que saca siempre de los males bienes, porque nos ama.
Si el orfebre
martillea repetidamente el oro, es para quitar de él la escoria; si el metal es
frotado una y otra vez con la lima, es para aumentar su brillo. El horno prueba
la vasija del alfarero, el hombre se prueba en la tribulación. (S. Pedro
Damián, Cartas, 8,6).
La enfermedad causa
un dolor moral, cuya intensidad está en razón directa con el deseo de bienestar
que sentimos.
El mal del alma, el
pecado, es un mal para el alma y para el cuerpo y tarde o temprano ambos
sufrirán sus consecuencias. El mal del cuerpo, la enfermedad, es en principio
un mal para el cuerpo, pero si se sufre con paciencia, se convierte en un bien
para el cuerpo y para el alma (Rom 8;18)
LA ÚLTIMA CARTA
Pero a todo lo que se
ha dicho hasta ahora para intentar explicar el sentido del mal se podría añadir
una consideración conclusiva. Y es que, aunque el mal está presente en la vida
del hombre sobre la tierra, Dios tiene siempre en su mano una última carta, es
siempre el último jugador por lo que se refiere a la vida de cada uno. Dios nos
quiere, nos aprecia, y por eso se reserva la última carta, que es la esperanza
del mundo: su amor creador omnipotente. El amor que se manifiesta también en la
resurrección de Jesucristo.
Pues por grandes e
incomprensibles que lleguen a ser los dramas de la vida, mucho mayor es el
poder creador y re-creador de Dios. La vida es tiempo de prueba y, cuando se
acaba, empieza lo definitivo. Este mundo es pasajero. Sucede con él como con el
ensayo de un concierto: quizá alguien se olvidó el instrumento y otro no se
aprendió bien la partitura y un tercero está desafinando. Para eso están los
ensayos. Es el tiempo de ajustar, de armonizar instrumentos, de adaptarse al
director de la orquesta. Luego, al fin, llega el gran día, cuando todo está ya
listo, y el concierto tiene lugar en una sala fastuosa, en medio del alborozo y
de la emoción general.
¿CÓMO AYUDAR A LOS
QUE SUFREN?
En muchas ocasiones,
ante el dolor ajeno nos sentimos impotentes y solamente podemos hacer lo mismo
que el buen samaritano (cfr. Lc 10,25-37): ofrecer cariño,
escuchar, acompañar, estar al lado; es decir, no pasar de largo. Algunas obras
de arte retratan al buen samaritano y al hombre asaltado con el mismo rostro. Y
puede interpretarse como que Cristo cura y, a la vez, es curado. Cada uno de
nosotros somos, o podemos ser, el buen samaritano que cura las heridas de otro,
y en ese momento somos Cristo. Pero a veces también necesitamos que nos curen
porque algo nos ha herido –una mala cara, una mala contestación, un amigo que
nos ha dejado– y somos curados por un buen samaritano, que puede ser el mismo
Cristo cuando acudimos a Él en la oración, o una persona cercana que se
convierte en Cristo cuando nos escucha. Y nosotros somos Cristo para los demás,
porque cada uno de nosotros somos imagen y semejanza de Dios.
El sufrimiento
permanece siempre como un misterio, pero un misterio que por la acción
salvadora de Nuestro Señor nos puede abrir hacia los demás.
Muchas personas han sentido la caricia de Dios justamente en los momentos más difíciles: los leprosos acariciados por santa Teresa de Calcuta, los tuberculosos a los que confortaba material y espiritualmente S. Josemaría o los moribundos tratados con respeto y amor por san Camilo de Lelis. Esto también nos dice algo sobre el misterio del dolor en la existencia humana: son momentos en que la dimensión espiritual de la persona puede desplegarse con fuerza si se deja abrazar por la gracia del Señor, dignificando hasta las situaciones más extremas.