Hace unos días, la web de los
TJ se preguntaba en primera página: ¿Cuándo será el fin del mundo?
Como análisis general al tema
del FIN DEL MUNDO, he preparado este resumen que proviene, en su mayor parte, del
“Catecismo de la Iglesia Católica”.
El juicio final
La resurrección de todos los
muertos, “de los justos y de los pecadores” (Hech 24;15) precederá al Juicio
final. Esta será “la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán
su voz y los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan
hecho el mal, para la condenación” (Jn 5;25-29). Entonces, Cristo vendrá “en
su gloria acompañado de todos sus ángeles … Serán congregadas delante de Él
todas las naciones y Él separará a los unos de los otros, como el pastor separa
las ovejas de las cabras. Pondrá las ovejas a su derecha, y las cabras a su
izquierda … E irán éstos a un castigo eterno y los justos a una vida eterna”.
(Mt 25;31-46).
Frente a Cristo que es la
Verdad, será puesta al desnudo definitivamente la verdad de la relación de cada
hombre con Dios (Jn 12;49). El juicio final revelará hasta sus últimas
consecuencias lo que cada uno haya hecho de bien o haya dejado de hacer durante
su vida terrena.
El juicio final sucederá cuando
vuelva Cristo glorioso. Sólo el Padre conoce el día y la hora en que tendrá
lugar; sólo Él decidirá su advenimiento. Entonces, Él pronunciará por medio de
su Hijo Jesucristo, su palabra definitiva sobre toda la historia. Nosotros
conoceremos el sentido último de toda la obra de la creación y de toda la
economía de la salvación, y comprenderemos los caminos admirables por los que
su Providencia habrá conducido todas las cosas a su fin último. El juicio final
revelará que la justicia de Dios triunfa de todas las injusticias cometidas por
sus criaturas y que su amor es más fuerte que la muerte.
El juicio particular será
previo.
La muerte pone fin a la vida del
hombre como tiempo abierto a la aceptación o rechazo de la gracia divina
manifestada en Cristo (2Tim 1;9-10). El Nuevo Testamento habla del juicio
principalmente en la perspectiva del encuentro final con Cristo en su segunda
venida; pero también asegura reiteradamente la existencia de la retribución
inmediata después de la muerte de cada uno, como consecuencia de sus obras y de
su fe. La parábola del pobre Lázaro (Lc 16;22) y la palabra de Cristo en la
Cruz al buen ladrón (Lc 23;43) así como otros textos del Nuevo Testamento (2Cor
5;8) (Flp 1;23) (Hb 9:27) (Hb 12;23) hablan de un último destino del alma que
puede ser diferente para unos y para otros.
Cada hombre, después de morir,
recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que
refiere su vida a Cristo bien a través de una purificación (purgatorio), bien
para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del (cielo), bien para condenarse
inmediatamente para siempre (infierno).
Los que mueren en la gracia y la
amistad de Dios y están perfectamente purificados viven para siempre con Cristo, son para siempre semejantes a Dios porque lo ven “tal cual es” (1Jn 3;2), "cara
a cara" (1Cor 13;12) (Ap 22;4).
Esta vida perfecta con Dios y
con todos los bienaventurados se llama “el cielo”. El cielo es el fin último y
la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado Supremo
y definitivo de dicha.
Vivir en el cielo es “estar con
Cristo” (Jn 14;3) (Flp 1;23) (1Tes 4;17-18). Los elegidos viven “en Él”, aún
más, tienen allí, o mejor, encuentran allí su verdadera identidad, su propio
nombre (Ap 2;17).
Por su muerte y su resurrección
Jesucristo nos ha “abierto” el cielo. La vida de los bienaventurados consiste
en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo quien
asocia a su glorificación celestial a aquellos que han creído en Él y que han
permanecido fieles a su voluntad. El cielo es la comunidad bienaventurada de
todos los que están perfectamente incorporados a Él.
Este misterio de comunión
bienaventurada con Dios y con todos los que están en Cristo sobrepasa toda
comprensión y toda representación. La Escritura nos habla de ella en imágenes:
vida, luz, paz, banquete de bodas, vino del Reino, casa del Padre, Jerusalén
celeste, paraíso: “Lo que ni el ojo vio ni el oído oyó, ni al corazón del
hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman” (1Cor 2;9).
En la gloria del cielo, los
bienaventurados continúan cumpliendo con alegría la voluntad de Dios con
relación a los demás hombres y a la creación entera. Ya reinan con Cristo; con Él
“ellos reinarán por los siglos de los siglos” (Ap 22;5) (Mt 25;21-23).
La esperanza de los cielos
nuevos y de la tierra nueva.
Al
fin de los tiempos el Reino de Dios llegará a su plenitud. Después del Juicio
final, los justos reinarán para siempre con Cristo, glorificados en cuerpo y
alma, y el mismo universo será renovado:
La
sagrada Escritura llama "cielos nuevos y tierra nueva" a esta
renovación misteriosa que trasformará la humanidad y el mundo (2Pe 3;13) (Ap 21;1).
Esta será la realización definitiva del designio de Dios de "hacer que
todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la
tierra" (Ef 1;10).
En
este "universo nuevo" (Ap 21;5), la Jerusalén celestial, Dios tendrá
su morada entre los hombres. "Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no
habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha
pasado" (Ap 21;4) (Ap 21;27).
Para
el hombre esta consumación será la realización final de la unidad del género
humano, querida por Dios desde la creación y de la que la Iglesia peregrina era
"como el sacramento". Los que estén unidos a Cristo formarán
la comunidad de los rescatados, la Ciudad Santa de Dios (Ap 21;2), "la Esposa
del Cordero" (Ap 21;9). Ya no será herida por el pecado, las manchas
(Ap 21;27), el amor propio, que destruyen o hieren la comunidad terrena de los
hombres. La visión beatífica, en la que Dios se manifestará de modo inagotable
a los elegidos, será la fuente inmensa de felicidad, de paz y de comunión
mutua.
En
cuanto al cosmos, la Revelación afirma la profunda comunidad de destino del
mundo material y del hombre:
«Pues
la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de
Dios [...] en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción
[...] Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre
dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias
del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior [...] anhelando el
rescate de nuestro cuerpo» (Rom 8;19-23).
Así
pues, el universo visible también está destinado a ser transformado, "a
fin de que el mundo mismo restaurado a su primitivo estado, ya sin ningún
obstáculo esté al servicio de los justos", participando en su
glorificación en Jesucristo resucitado.
Ignoramos
el momento de la consumación de la tierra y de la humanidad, y no sabemos cómo
se transformará el universo. Ciertamente, la figura de este mundo, deformada
por el pecado, pasa, pero se nos enseña que Dios ha preparado una nueva morada
y una nueva tierra en la que habita la justicia y cuya bienaventuranza llenará
y superará todos los deseos de paz que se levantan en los corazones de los
hombres.
No
obstante, la espera de una tierra nueva no debe debilitar, sino más bien avivar
la preocupación de cultivar esta tierra, donde crece aquel cuerpo de la nueva
familia humana, que puede ofrecer ya un cierto esbozo del siglo nuevo. Por
ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente el progreso terreno del
crecimiento del Reino de Cristo, sin embargo, el primero, en la medida en que
puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa mucho al Reino de
Dios.
Todos
estos frutos buenos de nuestra naturaleza y de nuestra diligencia, tras
haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y según su mandato,
los encontraremos después de nuevo, limpios de toda mancha, iluminados y
transfigurados cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal.
Dios será entonces "todo en todos" (1Co 15;22), en la vida eterna.
La
vida subsistente y verdadera es el Padre que, por el Hijo y en el Espíritu
Santo, derrama sobre todos sin excepción los dones celestiales. Gracias a su
misericordia, nosotros también, hombres, hemos recibido la promesa indefectible
de la vida eterna».
(Fragmentos
del catecismo de la Iglesia Católica)