viernes, 19 de junio de 2020

FIN DEL MUNDO


Hace unos días, la web de los TJ se preguntaba en primera página: ¿Cuándo será el fin del mundo?

Como análisis general al tema del FIN DEL MUNDO, he preparado este resumen que proviene, en su mayor parte, del “Catecismo de la Iglesia Católica”.
El juicio final 

La resurrección de todos los muertos, “de los justos y de los pecadores” (Hech 24;15) precederá al Juicio final. Esta será “la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz y los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación” (Jn 5;25-29). Entonces, Cristo vendrá “en su gloria acompañado de todos sus ángeles … Serán congregadas delante de Él todas las naciones y Él separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de las cabras. Pondrá las ovejas a su derecha, y las cabras a su izquierda … E irán éstos a un castigo eterno y los justos a una vida eterna”. (Mt 25;31-46). 

Frente a Cristo que es la Verdad, será puesta al desnudo definitivamente la verdad de la relación de cada hombre con Dios (Jn 12;49). El juicio final revelará hasta sus últimas consecuencias lo que cada uno haya hecho de bien o haya dejado de hacer durante su vida terrena.

El juicio final sucederá cuando vuelva Cristo glorioso. Sólo el Padre conoce el día y la hora en que tendrá lugar; sólo Él decidirá su advenimiento. Entonces, Él pronunciará por medio de su Hijo Jesucristo, su palabra definitiva sobre toda la historia. Nosotros conoceremos el sentido último de toda la obra de la creación y de toda la economía de la salvación, y comprenderemos los caminos admirables por los que su Providencia habrá conducido todas las cosas a su fin último. El juicio final revelará que la justicia de Dios triunfa de todas las injusticias cometidas por sus criaturas y que su amor es más fuerte que la muerte.

El juicio particular será previo.

La muerte pone fin a la vida del hombre como tiempo abierto a la aceptación o rechazo de la gracia divina manifestada en Cristo (2Tim 1;9-10). El Nuevo Testamento habla del juicio principalmente en la perspectiva del encuentro final con Cristo en su segunda venida; pero también asegura reiteradamente la existencia de la retribución inmediata después de la muerte de cada uno, como consecuencia de sus obras y de su fe. La parábola del pobre Lázaro (Lc 16;22) y la palabra de Cristo en la Cruz al buen ladrón (Lc 23;43) así como otros textos del Nuevo Testamento (2Cor 5;8) (Flp 1;23) (Hb 9:27) (Hb 12;23) hablan de un último destino del alma que puede ser diferente para unos y para otros.
Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo bien a través de una purificación (purgatorio), bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del (cielo), bien para condenarse inmediatamente para siempre (infierno). 

Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios y están perfectamente purificados viven para siempre con Cristo, son para siempre semejantes a Dios porque lo ven “tal cual es” (1Jn 3;2), "cara a cara" (1Cor 13;12) (Ap 22;4).

Esta vida perfecta con Dios y con todos los bienaventurados se llama “el cielo”. El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado Supremo y definitivo de dicha. 

Vivir en el cielo es “estar con Cristo” (Jn 14;3) (Flp 1;23) (1Tes 4;17-18). Los elegidos viven “en Él”, aún más, tienen allí, o mejor, encuentran allí su verdadera identidad, su propio nombre (Ap 2;17).

Por su muerte y su resurrección Jesucristo nos ha “abierto” el cielo. La vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo quien asocia a su glorificación celestial a aquellos que han creído en Él y que han permanecido fieles a su voluntad. El cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a Él.

Este misterio de comunión bienaventurada con Dios y con todos los que están en Cristo sobrepasa toda comprensión y toda representación. La Escritura nos habla de ella en imágenes: vida, luz, paz, banquete de bodas, vino del Reino, casa del Padre, Jerusalén celeste, paraíso: “Lo que ni el ojo vio ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman” (1Cor 2;9).

En la gloria del cielo, los bienaventurados continúan cumpliendo con alegría la voluntad de Dios con relación a los demás hombres y a la creación entera. Ya reinan con Cristo; con Él “ellos reinarán por los siglos de los siglos” (Ap 22;5) (Mt 25;21-23).

La esperanza de los cielos nuevos y de la tierra nueva. 

Al fin de los tiempos el Reino de Dios llegará a su plenitud. Después del Juicio final, los justos reinarán para siempre con Cristo, glorificados en cuerpo y alma, y el mismo universo será renovado:

La sagrada Escritura llama "cielos nuevos y tierra nueva" a esta renovación misteriosa que trasformará la humanidad y el mundo (2Pe 3;13) (Ap 21;1). Esta será la realización definitiva del designio de Dios de "hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra" (Ef 1;10).

En este "universo nuevo" (Ap 21;5), la Jerusalén celestial, Dios tendrá su morada entre los hombres. "Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado" (Ap 21;4) (Ap 21;27).

Para el hombre esta consumación será la realización final de la unidad del género humano, querida por Dios desde la creación y de la que la Iglesia peregrina era "como el sacramento". Los que estén unidos a Cristo formarán la comunidad de los rescatados, la Ciudad Santa de Dios (Ap 21;2), "la Esposa del Cordero" (Ap 21;9). Ya no será herida por el pecado, las manchas (Ap 21;27), el amor propio, que destruyen o hieren la comunidad terrena de los hombres. La visión beatífica, en la que Dios se manifestará de modo inagotable a los elegidos, será la fuente inmensa de felicidad, de paz y de comunión mutua.

En cuanto al cosmos, la Revelación afirma la profunda comunidad de destino del mundo material y del hombre:
«Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios [...] en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción [...] Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior [...] anhelando el rescate de nuestro cuerpo» (Rom 8;19-23).

Así pues, el universo visible también está destinado a ser transformado, "a fin de que el mundo mismo restaurado a su primitivo estado, ya sin ningún obstáculo esté al servicio de los justos", participando en su glorificación en Jesucristo resucitado.

Ignoramos el momento de la consumación de la tierra y de la humanidad, y no sabemos cómo se transformará el universo. Ciertamente, la figura de este mundo, deformada por el pecado, pasa, pero se nos enseña que Dios ha preparado una nueva morada y una nueva tierra en la que habita la justicia y cuya bienaventuranza llenará y superará todos los deseos de paz que se levantan en los corazones de los hombres.
No obstante, la espera de una tierra nueva no debe debilitar, sino más bien avivar la preocupación de cultivar esta tierra, donde crece aquel cuerpo de la nueva familia humana, que puede ofrecer ya un cierto esbozo del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente el progreso terreno del crecimiento del Reino de Cristo, sin embargo, el primero, en la medida en que puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa mucho al Reino de Dios.

Todos estos frutos buenos de nuestra naturaleza y de nuestra diligencia, tras haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y según su mandato, los encontraremos después de nuevo, limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal. Dios será entonces "todo en todos" (1Co 15;22), en la vida eterna.

La vida subsistente y verdadera es el Padre que, por el Hijo y en el Espíritu Santo, derrama sobre todos sin excepción los dones celestiales. Gracias a su misericordia, nosotros también, hombres, hemos recibido la promesa indefectible de la vida eterna».

                                    (Fragmentos del catecismo de la Iglesia Católica)