viernes, 30 de mayo de 2014

LOS CRISTIANOS: RESIDENTES TEMPORALES EN ESTE MUNDO MALVADO

s/TJ:

JESÚS dijo de sus discípulos: “Ellos están en el mundo”, pero luego aclaró: “No son parte del mundo, así como yo no soy parte del mundo” (Juan 17:11, 14). Con estas palabras expuso qué posición adoptarían sus verdaderos seguidores ante “este sistema de cosas” que tiene por dios a Satanás (2 Cor. 4:4). Es cierto que vivirían en medio de un mundo malo, pero no formarían parte de él. En otras palabras, serían “forasteros y residentes temporales” (1 Ped. 2:11).

Vivieron como “residentes temporales”

Desde tiempos remotos, los siervos de Jehová se distinguen de la sociedad malvada en la que viven. Ya antes del Diluvio, fieles como Enoc y Noé estuvieron “andando con el Dios verdadero” (Gén. 5:22-24; 6:9). Ambos predicaron con valentía el castigo que vendría contra aquel sistema dominado por Satanás (léanse 2 Pedro 2:5 y Judas 14, 15).A pesar de estar rodeados de un mundo impío, caminaron con Jehová. Por eso, leemos que Enoc fue “del buen agrado de Dios” y que Noé permaneció “exento de falta entre sus contemporáneos” (Heb. 11:5; Gén. 6:9).

Obedeciendo a Dios, Abrahán y Sara sacrificaron las comodidades de la ciudad de Ur de los caldeos para llevar una vida nómada en tierra extranjera (Gén. 11:27, 28; 12:1). Pablo escribió al respecto: “Por fe Abrahán, cuando fue llamado, obedeció, y salió a un lugar que estaba destinado a recibir como herencia; y salió, aunque no sabía adónde iba. Por fe residió como forastero en la tierra de la promesa como en tierra extranjera, y moró en tiendas con Isaac y Jacob, herederos con él de la mismísima promesa” (Heb. 11:8, 9). El apóstol añadió: “En fe murieron todos estos [siervos fieles de Jehová], aunque no consiguieron el cumplimiento de las promesas, pero las vieron desde lejos y las acogieron, y declararon públicamente que eran extraños y residentes temporales en la tierra” (Heb. 11:13).

Los israelitas reciben una advertencia

Con el tiempo, los descendientes de Abrahán se multiplicaron y llegaron a constituir una nación, llamada Israel, con su código de leyes y su territorio (Gén. 48:4; Deu. 6:1). Pero no debían olvidar nunca que Jehová era el verdadero Dueño del país (Lev. 25:23). Por así decirlo, eran sus inquilinos y tenían que respetar sus deseos. Además, era necesario que recordaran que “no solo de pan vive el hombre”; no podían permitir que la prosperidad los llevara a olvidarse de Jehová (Deu. 8:1-3). Antes de instalarse en su tierra, recibieron esta advertencia: “Cuando Jehová tu Dios te introduzca en la tierra que a tus antepasados Abrahán, Isaac y Jacob juró darte, ciudades grandes y de buena apariencia que tú no edificaste, y casas llenas de toda suerte de cosas buenas que no llenaste, y cisternas labradas que no labraste, viñas y olivares que no plantaste, y hayas comido y quedado satisfecho, cuídate para que no te olvides de Jehová” (Deu. 6:10-12).

No era un aviso sin fundamento. Mucho después, en tiempos de Nehemías, un grupo de levitas recordó con vergüenza lo que habían hecho los israelitas tras la conquista de la Tierra Prometida. Una vez que tuvieron viviendas cómodas y alimento y vino en abundancia, “empezaron a comer y a satisfacerse y a engordar”. De hecho, se rebelaron contra Dios e incluso mataron a los profetas que él les envió para corregirlos. Como consecuencia, Jehová los abandonó en manos de sus enemigos (léase Nehemías 9:25-27; Ose. 13:6-9). Siglos más tarde, bajo el dominio de Roma, los judíos no pusieron fe en el Mesías prometido y llegaron al punto de matarlo. Jehová los rechazó y concedió su favor a una nueva nación: el Israel espiritual (Mat. 21:43; Hech. 7:51, 52; Gál. 6:16).

“No son parte del mundo”

Como vimos al principio, Jesucristo, Cabeza de la congregación, dejó claro que sus seguidores estarían separados del mundo, es decir, del sistema malvado que controla Satanás. Poco antes de morir, les dijo a sus discípulos: “Si ustedes fueran parte del mundo, el mundo le tendría afecto a lo que es suyo. Ahora bien, porque ustedes no son parte del mundo, sino que yo los he escogido del mundo, a causa de esto el mundo los odia” (Juan 15:19).

Al irse difundiendo el cristianismo,  ¿deberían adaptarse los siervos de Dios al mundo y sus prácticas, convirtiéndose en parte de él? No. Sin importar donde vivieran, tendrían que distinguirse del sistema de Satanás. Unos treinta años después de la muerte de Jesús, el apóstol Pedro escribió a los cristianos de diversas regiones del Imperio romano: “Amados, los exhorto como a forasteros y residentes temporales a que sigan absteniéndose de los deseos carnales, los cuales son los mismísimos que llevan a cabo un conflicto en contra del alma. Mantengan excelente su conducta entre las naciones” (1 Ped. 1:1; 2:11, 12).

Un prestigioso historiador confirma que los primeros cristianos vivieron como “forasteros y residentes temporales” en la sociedad romana: “Es un hecho muy significativo en la historia [...] que en sus tres primeros siglos el cristianismo se hallaba frente a una persecución [...] tenaz y frecuentemente muy severa [...]. Variaban las acusaciones. Porque se negaban a participar en ceremonias paganas, los cristianos eran tildados de ateos. Por su abstención de gran parte de las actividades de la vida de la comunidad —los festejos paganos, las diversiones públicas que para los cristianos se caracterizaban por creencias y prácticas paganas y por actos inmorales— eran ridiculizados como aborrecedores de la raza humana” (Historia del cristianismo, de Kenneth Scott Latourette).

“El mundo va pasando”

Una de las razones fundamentales por las que los cristianos nos consideramos “forasteros y residentes temporales” es que estamos convencidos de que este mundo tiene los días contados (1 Ped. 2:11; 2 Ped. 3:7). Este conocimiento determina nuestros deseos, aspiraciones y decisiones. El apóstol Juan aconsejó a sus hermanos que no amaran al mundo ni las cosas que ofrece porque “el mundo va pasando, y también su deseo, pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre” (1 Juan 2:15-17)…  “La feliz esperanza” de los ungidos es reinar con Cristo en el cielo (Rev. 5:10). Y la de las otras ovejas, vivir para siempre en la Tierra, donde ya no serán residentes temporales en medio de una sociedad malvada y disfrutarán de hermosos hogares y de comida y bebida en abundancia (Sal. 37:10, 11; Isa. 25:6; 65:21, 22). A diferencia de los israelitas, nunca olvidarán que estas bendiciones provienen de Jehová, “el Dios de toda la tierra” (Isa. 54:5). Ni los ungidos ni las otras ovejas lamentarán nunca haber vivido como residentes temporales en este mundo malo. (“La Atalaya” de 15/11/2011, págs 16-20)


Análisis:

Hay varias palabras en el NT que resumen la postura del cristiano en el mundo. Todas ellas describen al peregrino, al transeúnte, al extranjero, al que no reside permanentemente en un lugar.

La primera palabra es xenos. En el griego clásico, xenos significa "extranjero" o "forastero". Xenos puede significar incluso "peregrino" y "refugiado".
(Mt. 25:35, 38, 43, 44) (Mt. 27:7) (Hch. 17:18) (Hch. 17:21) (Ef. 2:12).  (Heb. 13:9) (1 Pe 4:12) (3 Jn. 5). Pero el pasaje que da a la palabra su tono y significado carac­terísticos está en Hebreos, donde se dice que los patriarcas fueron "ex­tranjeros" y peregrinos durante toda su vida (Heb. 11:13). Supuesto así, el cristiano es un xenos, un extranjero en este mundo. Y en el mundo antiguo, el "extranjero" llevaba una vida difícil.

Aquí, pues, tenemos la verdad de que, en este mundo, el cristiano es siempre extranjero; el mundo no es su hogar ni su residencia permanente. Y, por esto, el cristiano siempre estará sujeto a ser malenten­dido; siempre estará expuesto a ser considerado un personaje extraño, que sigue caminos raros en comparación con los que siguen los demás. Mientras el mundo sea mundo, el cristiano permanecerá en él como extranjero, porque su ciudadanía está en los cielos (Fil. 3:20).

La segunda palabra, que describe la posición del cristiano en el mundo, es parepidemos. En el griego clásico, parepidemos era la pala­bra aplicada a las personas que se establecían temporalmente en un lugar, es decir, que no fijaban definitivamente su residencia en el sitio que fuera. En el NT, parepidemos se usa respecto de los patriarcas, que nunca tuvieron una residencia permanente, sino que eran extranjeros y "peregrinos" (Heb. 11:13). Pedro utiliza esta palabra para describir a los cristianos, que vivían en Asia Menor, como extranjeros dispersos por todo el país, como exiliados de su tierra natal (1 Pe 1:1). También puede verse: (1 Pe 2:11) (Gn. 23:4) (Sal. 39:12).

El cristiano es, esencialmente, residente temporal en este mundo. Es uno que va de paso. Puede estar aquí, pero sus raíces no lo están ni tampoco su hogar permanente. Siempre vive mirando el más allá. La palabra parepidemos describe al hombre que está pasando un tiempo en determinado lugar, pero sin residencia permanente en él. El cristiano no desprecia el mundo, pero sabe que el mundo no es una residencia fija para él, sino que tan sólo representa una jornada de su camino.

El tercer vocablo que describe la relación del cristiano con el mundo es el nombre paroikos, con su verbo paroikein. En el griego clá­sico, la palabra más usual para esta idea era metoikos, que describe lo que se conocía por "residente ajeno", un hombre que residía en un lugar pero sin naturalizarse en él. Este hombre pagaba el impuesto correspondiente y vivía como residente autorizado, pero nunca renunciaba a la ciudadanía del lugar al que realmente pertenecía. Esta palabra se usa varias veces en el NT. Dios dijo a Abraham que sus descendientes serian "extranjeros" en tierra ajena (Hch. 7:6). Moisés era "extranjero" en Madián (Hch. 7:29). En el camino de Emaús, los dos viajeros preguntaron al irreconocido Cristo resucitado si era "extranjero" en Jerusalén, porque no conocía la tragedia que había ocurrido (Lc. 24:18). Cuando los gentiles aceptan la fe cristiana dejan de ser "ajenos" a las promesas de Dios. Pero, repetidamente, es Hebreos y 1 Pedro quienes dan a esta palabra su tono, énfasis y signifi­cado especiales. Una y otra vez, Hebreos describe a los patriarcas como "peregrinos", sin residencia permanente (Heb. 11:9); y la apela ción de Pedro a los creyentes es que se mantengan puros porque son extranjeros y "peregrinos" (1 P. 2:11).

Paroikos se encuentra a menudo en la Septuaginta, donde figura once veces como traducción del vocablo hebreo ger. El ger era el extranjero, el prosélito, el extraño que habitaba en el seno de la familia israelita. Asimismo, traduce diez veces al también vocablo hebreo toshab; el toshab era el emigrante que residía en un pals extranjero, pero sin naturalizarse en él. El mundo antiguo conocía bien el término paroikos, el cual describía al hombre que vivía en el seno de una comu­nidad, pero que su ciudadanía estaba en otra parte.

Estas palabras se aplican particularmente a los judíos de la Dis­persión, de los cuales se decía paroikein en Egipto, en Babilonia y en las tierras del extrarradio de Palestina a que iban por fuerza o por voluntad propia. Para los judíos paroikein describía el individuo que vivía dentro de una comunidad, pero que, no obstante, era extranjero en ella. Y, a partir de aquí, el término llegó a conectarse especialmente con el cristiano y con la iglesia cristiana.

El cristiano estaba exactamente en esa situación; vivía en una comunidad, llevaba a cabo todos los deberes fruto de la convivencia, pero su ciudadanía estaba en los cielos. Clemente escribe su carta desde la iglesia paroikouse (participio presente) de Roma a la iglesia paroikouse de Corinto. Policarpo usa la misma terminología cuando escribe a la iglesia de Filipos. La iglesia estaba en estos lugares, pero su verdadero hogar no quedaba en ellos. Y ahora viene una interesante evolución del término. La palabra paroikos significa "residente ajeno"; el verbo paroikein significaba permanecer en un lugar, pero sin llegar a ser ciudadano naturalizado de ese lugar. Así, el nombre paroikia pasa a significar "un conjunto de extraños en medio de una comunidad". La comunidad cristiana es un conjunto de personas que viven en este mundo, pero que nunca han aceptado las normas, métodos y formas de él. Las normas de la comunidad cristiana son las de Dios. Aceptan la ley del lugar donde viven, pero para ellos, muy por encima y más allá de esta ley, están las regulaciones de la ley de Dios. El cristiano es una persona cuya única y real ciudadanía es la del reino de Dios. El mismo hecho de que el cristiano es un extranjero, un peregrino, un viandante, es la prueba de que la comodidad es lo último que puede esperar en la vida, y que la fácil popularidad no es para él.

La idea de que el cristiano es un extranjero en el mundo está profundamente arraigada en la literatura de la iglesia primitiva. Ter­tuliano escribió: "El cristiano sabe que en la tierra tiene una peregrina­ción, pero también sabe que su dignidad está en los cielos" (Apologia, 1). "Nada en este mundo es importante para nosotros, excepto partir de él lo más rápidamente posible" (Apología, 41). "El cristiano es un transeúnte entre cosas corruptibles" (Carta a Diogneto, 6.18). "No tenemos patria en la tierra" (Clemente de Alejandría, Pedagogo 3.8.1). "Somos peregrinos incapaces de vivir fuera de nuestra madre patria. Vamos procurando conseguir la forma que nos ayude a terminar con nuestras tristezas y a volver a nuestro país natal" (Agustín, De la Doc­trina Cristiana, 2.4). "Debemos considerar, caros y amados hermanos, debemos reflejar una y otra vez que hemos renunciado al mundo; y, mientras tanto estamos viviendo aquí como huéspedes y extranjeros, esperamos dar la bienvenida al día que nos lleve a cada uno a nuestro verdadero hogar, que nos arrebate de aquí, que nos desligue de los lazos de este mundo y nos restituya al paraíso y al reino. ¿Quién ha vivido en tierras extrañas que no se apresurara a retornar a su país natal? El que anhela volver a sus amigos desea con viveza la ayuda de un fuerte viento que le ayude a abrazar lo más pronto posible a los que le aman. Nosotros reconocemos el paraíso como nuestro país" (Cipriano, De la Mortalidad, 26).

Al mismo tiempo ha de notarse que, aunque los cristianos se reconocen extranjeros, peregrinos, exiliados, esto no significa que se divorcien del vivir ordinario, y se retiren a una vida de alejada y solitaria inutilidad e inactividad. Tertuliano escribe: "Nosotros no somos como los indios brahmanes o gimnosofistas, retirados de la vida ordinaria. Vivimos con vosotros, gentiles, comiendo el mismo alimento, usando las mismas vestiduras, teniendo necesidad de las mismas cosas; y no somos infructuosos para los negocios de la república" (Apología, 42). La más grande de las expresiones en esta línea de pensamiento figura en la Carta a Diogneto: "Los cristianos no se distinguen del resto de los hombres por la nacionalidad, el lenguaje o las costumbres, pues en nin­guna parte pueden morar en ciudades de su propiedad; no usan nin­guna forma extraña de discurso ni practican un modo de vida singular ... Mientras habitan en ciudades tanto griegas como bárbaras, compartiendo su suerte y siguiendo las costumbres de la tierra en el vestir, el alimento y otros asuntos del vivir, muestran el insigne y extraño orden de su auténtica ciudadanía. Viven en sus patrias, pero como forasteros. Participan en todo como ciudadanos, y lo sufren todo como extranjeros. Cada tierra extranjera es su patria, y cada patria una tierra extranjera ... Están en la carne, pero no viven según la carne. Pasan sus días en la tierra, pero tienen su ciuda­danía en los cielos" (op. cit., 5:1-9). Viviendo en el mundo, y no apartándose del mundo, era como los cristianos mostraban su ver­dadera ciudadanía.

La cuestión bien puede ser resumida con uno de los dichos atribuidos por la tradición a Jesús. El doctor Alexander Duff, misionero escocés, viajó por la India en 1849. Remontó el Ganges y en la ciudad de Futehpur-Sikri, veinticuatro millas al Oeste de Agra, se llegó a una mezquita mahometana que es una de las más grandes del mundo. La entrada era de 40 por 40 metros; y en el interior, a la derecha, se aper­cibió de una inscripción en árabe que rezaba así: "Jesús, a quien sea la paz, dijo: `El mundo no es más que un puente; tienes que pasar por él, pero no edificar tu casa en él'." Bien podemos creer que este dicho brotara de los labios de Jesús. Para el cristiano el mundo nunca puede ser un fin en sí ni una meta; el cristiano es siempre un viandante.