¿DEBEMOS ORAR A JESÚS?
s/TJ:
Los TJ nos ofrecen en su Atalaya
del mes de enero de 2015, en las págs. 14-15, un artículo que titulan “¿Debemos orar a Jesús?” y en
la que casi en su principio nos lanzan las primeras preguntas: “¿A quién
debemos orar? ¿A Dios o a Jesús?“ Y siguen inmediatamente: ¿A quién dijo Jesús
que debemos orar? Y a sí mismo se contestan: “Jesús no solo enseñó que había
que orar a Dios, sino que él mismo lo hizo”. Y más adelante, ante la
exclamación del salmista: “Yo amo a mi Dios porque él escucha mis ruegos”, nos
dirán. “Nosotros podremos decir lo mismo si oramos a Jehová, y solamente a él”.
Análisis:
Los TJ no han contestado
directamente a su pregunta, sí lo hacen de una manera indirecta: “Jesús no solo
enseñó que había que orar a Dios…”, “Nosotros podremos decir lo mismo si oramos
a Jehová, y solamente a él”. Su postura, pues, aunque no lo digan abiertamente,
es que No, que no debemos orar a Jesús.
Queda claro a los TJ, y no tengo
nada a decir, que se puede y se debe orar al Padre. Pero estoy totalmente en
contra de que no se pueda y no se deba orar al Hijo de Dios.
Y no vamos a considerar ahora,
porque no es el momento, que el Padre y el Hijo son una misma cosa (Jn 10;30) y
por lo tanto aunque hablemos de dos personas estamos hablando del mismo Dios.
El tema de la Trinidad lo analizamos en otro apartado de esta web.
Veamos que nos dice la Biblia, sobre el tema que nos ocupa, en la entrada: "¿Tenemos que orar solo a Jehová?" de esta misma etiqueta: "Oración".
Jesucristo es Señor
En el discurso de Pedro de (Hech
2), se hace referencia al salmo 110,1 que aplica a la gloriosa exaltación
de Cristo hasta el trono del Padre (v.34-35). Es un salmo directamente
mesiánico, que había sido citado también por Jesucristo para hacer ver a los
judíos que el Mesías debía ser algo más que hijo de David (Mt 22; 41-46). San
Pablo lo cita también varias veces (1 Cor 15;25) (Ef 1;20) (Heb 1;13).
El razonamiento de Pedro es, en parte, análogo al de Jesús, haciendo ver a los judíos que esas palabras no pueden decirse de David, que está muerto y sepultado, sino que hay que aplicarlas al que resucitó y salió glorioso de la tumba, es decir, a Jesús de Nazaret, a quien ellos crucificaron.
La conclusión, pues, como muy bien deduce San Pedro (v.36), se impone: Jesús de Nazaret, con el milagro de su gloriosa resurrección, ha demostrado que él, y no David, es el «Señor» a que alude el salmo 110.
Entre los primitivos cristianos llegó a adquirir tal preponderancia este título de «Señor», aplicado a Cristo, que San Pablo nos dirá que confesar que Jesús era el «Señor» constituía la esencia de la profesión de fe cristiana (Rom 10;9) (1Cor 8;5-6) (1Cor 12;3).
Un texto clave de este tema en concreto es (Flp 2;5-11). El pasaje consta de tres estrofas, de las que la primera describe la preexistencia de Cristo, su vida con el Padre (v. 6); la segunda cuenta la encarnación de Cristo, su vida humana y su muerte (v. 7-8), y la tercera (v. 9-11) proclama la exaltación de Cristo.
Dios, en efecto, encumbró a Jesús
sobre todo y le concedió el título que sobrepasa todo título; de modo que a ese
título de Jesús toda rodilla se doble -en el cielo, en la tierra, en el abismo-
y toda boca proclame que Jesús, el Mesías, es Señor (Kyrios), para gloria de
Dios Padre. Jesús,
por tanto, recibe aquello a lo que, según el v. 6, había previamente
renunciado: la igualdad con Dios, lo que equivale a afirmar que se encuentra en
el mismo plano que YHWH.
Esto explica por qué las traducciones modernas de la Biblia recurren a "el Señor", "the Lord", "der Herr", «le Seígneur» en aquellos pasajes de las Escrituras hebreas donde se menciona el más sagrado de los nombres.
Lo que ocurre es que los TJ,
fieles defensores del nombre de Dios Jehová, consideran erróneamente que
en el NT (Escrituras griegas) cada vez que aparece “Kyrios” (Señor), debe traducirse
por Jehová, salvo, claro está, aquellos casos en que para salvar sus previas
interpretaciones les interese no cambiarlo. O dicho de otra manera. Cada vez
que en el original aparece “Kyrios”, los TJ traducen esta palabra por Jehová,
Jesucristo o Señor, según les interese para apoyar sus interpretaciones. Como
se deduce fácilmente, la interpretación resultante no puede tener demasiadas
garantías. La traducción de los TJ de (Hech 8;22-24) es un buen ejemplo de ello.
Y ya que estamos hablando de la oración, podemos añadir que también se puede implorar la intercesión de los santos.
Y ya que estamos hablando de la oración, podemos añadir que también se puede implorar la intercesión de los santos.
Claro que para los Testigos de
Jehová, cuando alguien muere, queda sin conocimiento durmiendo en el Sheol o
Hades simbólico. Por lo tanto es inútil que lo invoquemos porque no nos oye, no
tiene conocimiento de nada. Pero los católicos sabemos que esto no es así, que
cuando uno muere, su alma, si es merecedora por su vida de ello, estará ya con
Jesús y de alguna manera, los que seguimos con vida aquí en la tierra, estamos
unidos a él en una comunión permanente ante Dios, recibiendo de Éste la
salvación por medio de Cristo.
La liturgia de la Iglesia nunca
se dirige a los santos (ni tampoco a la Virgen María) para que sean fuente de
gracia para nosotros, sino que implora su «intercesión» ante Dios: «Rogad por
nosotros». Los santos no son mediadores entre Dios y nosotros. Son amigos de
Jesucristo y hermanos nuestros. Cuando invocamos a los santos, no los
interponemos entre Dios y nosotros, sino que nos dirigimos a Dios
intensificando nuestra comunión con ellos. Todo lo recibimos de Dios por medio
de Cristo, pero esa única mediación no excluye, sino que suscita en las
criaturas una colaboración diversa que participa de la única fuente.
Precisamente los versículos que
hemos visto más arriba “Rueguen
ustedes intensamente a Jehová por mí para que no me sobrevenga ninguna de las
cosas que han dicho” (Hech 8;22-24) (NM) es
un ejemplo de intercesión que Simón solicita de los apóstoles.
La devoción a un santo concreto
tiene su lugar en nuestra vida cristiana sobre todo cuando contribuye a
reafirmar nuestro seguimiento a Cristo en algún aspecto concreto de la vida
evangélica. ¿Por qué no implorar la intercesión de san Francisco de Asís para
aspirar a una vida más fraterna y pacífica?, ¿por qué no acudir a san Ignacio
de Loyola en momentos de discernimiento y conversión, o a san Francisco Javier
para acrecentar nuestro espíritu evangelizador?, etc, etc
Finalmente, también se puede
implorar la intercesión de María
Con relación a María, hemos de
decir que siempre ha habido en nuestro pueblo una devoción grande y sincera a
María. Son bastantes los que, en momentos de especial importancia o dificultad,
acuden a ella casi de forma espontánea.
María, antes que nada, ha de ser
para nosotros modelo de oración cristiana. Ella nos puede enseñar a buscar y
aceptar en la oración la voluntad de Dios, incluso cuando no entendemos nada de
lo que nos está ocurriendo: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mi según
tu palabra» (Lc 1, 38). Ella nos puede iniciar a descubrir en
nuestra vida motivos para la alabanza a Dios: «Proclama mi alma la grandeza del
Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador» (Lc 1,
46-47). De ella aprendemos también a quejarnos al Señor en momentos de
oscuridad y búsqueda: «Hijo, ¿por qué hiciste esto con nosotros?» (Lc 2, 48).
María nos enseña a orar intercediendo por los necesitados: «Dijo a Jesús: No
tienen vino... Haced lo que él os diga» (Jn 2, 3. 5). Ella es modelo de meditación
e interiorización del misterio cristiano: «María conservaba todas estas cosas,
meditándolas en su corazón» (Lc 2, 19).
También acudimos a María para
encontrarnos con Dios. Propiamente, nuestra oración sólo puede dirigirse
directamente a Dios o a Jesucristo. Pero la encarnación de Dios en Jesús
realizada en María confiere a nuestra relación con ella un carácter propio.
María, la Madre de Jesús, es también Madre de quienes somos «hermanos» de
Cristo. Por eso, aunque nuestra oración se dirige sólo a Dios y aunque
Jesucristo es nuestro único mediador, asociamos en nuestra oración a María, la
elegida por el Padre para ser Madre de su Hijo. Podemos invocarla realmente
como Madre, Auxiliadora, Socorro. Ella, sin disminuir en nada la mediación de
su Hijo, sino recibiéndolo todo del Padre por medio de él, puede interceder
maternalmente por nosotros.
La devoción a María en sus
múltiples formas (rosario, Ángelus, visitas a santuarios, festividades...),
lejos de distanciarnos de Dios o de Cristo, nos atrae hacia su Hijo Jesús y
hacia el amor al Padre.