Bautismo en agua de los seguidores de Jesús. El bautismo de Juan tenía que ser sustituido por el bautismo que
Jesús había ordenado: “Hagan discípulos de gente de todas las naciones, bautizándolos
en el nombre del Padre y del Hijo y del espíritu santo”. (Mt 28:19.) Ese
fue el único bautismo en agua que contó con la aprobación de Dios a partir del
Pentecostés de 33 dC.
El bautismo cristiano requería entender la Palabra de Dios y tomar una
decisión consciente de presentarse para hacer Su voluntad revelada, como se
demostró en el Pentecostés de 33 E.C., cuando los judíos y prosélitos que
se habían reunido en Jerusalén, y que ya tenían conocimiento de las Escrituras
Hebreas, oyeron hablar a Pedro acerca de Jesús, el Mesías, con el resultado de
que tres mil “abrazaron su palabra de buena gana” y “fueron bautizados”. (Hech
2:41; 3:19–4:4; 10:34-38.) Algunos samaritanos fueron bautizados
después de creer las buenas nuevas predicadas por Felipe. (Hech 8:12.) El
eunuco etíope, un prosélito judío que, como tal, tenía conocimiento de Jehová y
de las Escrituras Hebreas, primero oyó la explicación del cumplimiento de esas
Escrituras en Cristo, la aceptó y después quiso ser bautizado. (Hech 8:34-36.) Pedro
explicó a Cornelio que “el que le teme [a Dios] y obra justicia le es acepto”
(Hech 10:35), y que todo el que pone fe en Jesucristo consigue perdón de
pecados por medio de su nombre. (Hech 10:43; 11:18.) Todo esto está en
armonía con el mandato de Jesús: “Hagan discípulos [...], enseñándoles a
observar todas las cosas que yo les he mandado”. Es apropiado que se bautice a
aquellos que aceptan la enseñanza y llegan a ser discípulos. (Mt
28:19, 20; Hch 1:8.)
En el Pentecostés, los judíos, responsables como pueblo de la muerte de
Jesús y conocedores del bautismo de Juan, se sintieron “heridos en el corazón”
debido a la predicación de Pedro. Preguntaron: “Hermanos, ¿qué haremos?”, a lo
que Pedro contestó: “Arrepiéntanse, y bautícese cada uno de ustedes en el
nombre de Jesucristo para perdón de sus pecados, y recibirán la dádiva gratuita
del espíritu santo”. (Hech 2:37, 38.) Es preciso señalar que Pedro dirigió
la atención de ellos a algo nuevo: no al arrepentimiento y al bautismo de
Juan, sino a la necesidad de arrepentirse y bautizarse “en el nombre de
Jesucristo” para conseguir el perdón de pecados. No afirmó que el
bautismo en sí mismo limpiase los pecados, pues sabía que es “la sangre de
Jesús su Hijo [lo que] nos limpia de todo pecado”. (1Jn 1:7.) Más tarde,
refiriéndose a Jesús como el “Agente Principal de la vida”, les dijo a los
judíos en el templo: “Arrepiéntanse, por lo tanto, y vuélvanse para que sean
borrados sus pecados, para que vengan tiempos de refrigerio de parte de la
persona de Jehová”. (Hech 3:15, 19.) Así les mostró que lo que supondría
perdón de pecados era el arrepentirse de su mal proceder en contra de Cristo y
‘volverse’, aceptándolo. En esta ocasión Pedro no habló del bautismo.
Por lo que se refiere a los judíos, el pacto de la Ley fue abolido sobre la
base de la muerte de Cristo en el madero de tormento (Col 2:14), y el nuevo
pacto entró en vigor en el Pentecostés de 33 E.C.
(Compárese con Hech 2;4; Heb 2;3-4.) No obstante, Dios
continuó extendiendo favor especial a los judíos por tres años y medio, durante
los cuales los discípulos de Jesús se concentraron en predicar a judíos,
prosélitos judíos y samaritanos. Sin embargo, alrededor del año 36 E.C.,
Dios le dio instrucciones a Pedro para que fuese al hogar del gentil Cornelio,
un oficial del ejército romano, y, al derramar su espíritu santo sobre
él y todos los de su casa, le mostró a Pedro que a partir de entonces se podía
aceptar a los gentiles para “bautismo en agua”. (Hech 10:34, 35, 44-48.)
Puesto que Dios ya no reconocía el pacto de la Ley con los
judíos circuncisos y tan solo aceptaba su nuevo pacto mediado por Jesucristo,
ya no consideraba que los judíos naturales, aunque fueran circuncisos,
estuvieran en relación especial con Él. Por consiguiente, ya
no podían alcanzar una buena posición ante Dios observando la Ley, que ya
no era válida, o mediante el bautismo de Juan, que tenía
relación con la Ley. A partir de ese momento estaban obligados a
acercarse a Dios poniendo fe en su Hijo y siendo bautizados en agua
en el nombre de Jesucristo, a fin de tener el reconocimiento y favor de Jehová.
Por lo tanto, después de 36 dC, todos, tanto judíos como gentiles, han
disfrutado de la misma posición a los ojos de Dios. (Ro 11:30-32; 14:12.)
Las personas de las naciones gentiles no estaban en el pacto de la Ley y
nunca habían sido parte de un pueblo que tuviera una relación especial con
Dios, el Padre, excepto aquellos a los que se había circuncidado como
prosélitos judíos. A partir de ese momento, se les extendía la oportunidad a
nivel individual de llegar a ser parte del pueblo de Dios. No obstante,
antes de que se les pudiese bautizar en agua, tenían que acercarse a Dios,
ejerciendo fe en su hijo Jesucristo. Luego debía seguir el bautismo en agua,
según el ejemplo y mandato de Cristo. (Mt 3:13-15; 28:18-20.)
Este bautismo cristiano tiene un efecto vital en la posición de la persona
ante Dios. Después de decir que Noé construyó un arca en la que se conservó con
vida a través del Diluvio tanto a él como a su familia, el apóstol Pedro
escribió: “Lo que corresponde a esto ahora también los está salvando a ustedes,
a saber, el bautismo (no el desechar la suciedad de la carne, sino la solicitud
hecha a Dios para una buena conciencia), mediante la resurrección de
Jesucristo”. (1Pe 3:20, 21.) El arca era prueba tangible de que Noé se
había dedicado a hacer la voluntad de Dios y había realizado fielmente la obra
que Él le había asignado. Eso hizo posible que conservara la vida. De modo
correspondiente, se salvará del presente mundo inicuo a los que se dedican a
Jehová sobre la base de la fe en el resucitado Jesucristo, se bautizan en
símbolo de esa dedicación y hacen la voluntad de Dios. (Gál 1:3, 4.) Ya
no se encaminan a la destrucción con el resto del mundo. Dios les concede
una buena conciencia con la esperanza de la salvación. (Perspicacia. Vol 1. Pág
290-295)
Bautismo en Cristo Jesús, en su muerte. Cuando fue bautizado en el río Jordán, Jesús sabía que empezaba para
él una etapa de sacrificio. Sabía que su ‘cuerpo preparado’ tenía que morir y
que habría de hacerlo en inocencia, como un sacrificio humano perfecto cuyo
valor serviría de rescate para la humanidad. (Mt 20:28.) Entendía que debía
sumirse en la muerte, pero que sería levantado de ella al tercer día. (Mt
16:21.) Por eso, comparó su experiencia a un bautismo en la muerte. (Lu 12:50.)
Explicó a sus discípulos que durante su ministerio ya estaba experimentando
este bautismo. (Mc 10:38, 39.) Jesús fue completamente bautizado
en la muerte el día que murió en el madero de tormento (el 14 de Nisán de
33 E.C.). Este bautismo quedó consumado cuando su Padre, Jehová Dios, lo
resucitó al tercer día (el levantarlo formaba parte del bautismo). El bautismo
de Jesús en la muerte es, sin duda, distinto de su bautismo en agua. Fue
bautizado en agua al principio de su ministerio, y en ese momento dio comienzo
su bautismo en la muerte.
Los fieles apóstoles de Jesucristo fueron bautizados en agua,
pero todavía no se les había
bautizado con espíritu santo cuando Jesús les indicó que
también se les sometería a un bautismo simbólico como el suyo, el “bautismo en
la muerte”. (Mc 10:39.) Por lo tanto, el “bautismo en su muerte” es algo
diferente del “bautismo en agua”. Pablo dijo lo siguiente en su carta a la
congregación cristiana de Roma: “¿O ignoran que todos los que
fuimos bautizados en Cristo Jesús fuimos bautizados en su muerte?”.
(Ro 6:3.)
Jesús fue bautizado por Jehová en espíritu santo para que por medio de él
más tarde sus seguidores también pudieran ser bautizados
con espíritu santo. Por lo tanto, los que llegan a ser
coherederos con él, aquellos que tienen esperanza celestial, han de
ser “bautizados en Cristo Jesús”, es decir, en el Ungido Jesús, quien
al tiempo de su ungimiento también fue engendrado como hijo espiritual de Dios.
De este modo llegan a estar unidos a él, su Cabeza, y a formar parte de la
congregación que es el cuerpo de Cristo. (1Co 12:12, 13, 27; Col
1:18.)
El proceder de estos seguidores cristianos que son bautizados en Cristo
Jesús es un proceder de integridad bajo prueba desde que se les bautiza en él,
un enfrentamiento diario con la muerte y, por fin, una muerte de integridad,
como explica el apóstol Pablo en su carta a los cristianos romanos: “Por lo
tanto, fuimos sepultados con él mediante nuestro bautismo en su muerte, para
que, así como Cristo fue levantado de entre los muertos mediante la gloria del
Padre, así también nosotros andemos en novedad de vida. Porque si hemos sido
unidos con él en la semejanza de su muerte, ciertamente también seremos unidos
con él en la semejanza de su resurrección”. (Ro 6:4, 5; 1Co
15:31-49.)
Análisis:
Para empezar digamos que de Bautismos procedentes
de Jesús nada más hay uno. Lo que ocurre es que los TJ buscan cualquier razón
para poder diferenciar absolutamente el grupo de escogidos de 144.000 a quienes
se les llama “ungidos” y que tienen derecho al Cielo, del resto de
bienaventurados que únicamente alcanzarán vida eterna aquí en la Tierra, según
el esquema escatológico de su interpretación bíblica.
Es muy interesante el comentario que sigue y que
corresponde a (Rom 6;1-14) de la Biblia
Comentada de la BAC, vol VI, pag 298 y ss, para comprender la expresión “Bautismo en la muerte de Cristo Jesús”
El cristiano, unido a
Cristo por bautismo, está muerto al pecado. (Rom 6;1-14)
“1 ¿Qué diremos, pues? ¿Permaneceremos en el pecado para que abunde la gracia? 2 ¡Eso, no! Los
que hemos muerto al pecado, ¿cómo vivir
todavía en él? 3 ¿O ignoráis que cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús fuimos
bautizados en su muerte? 4
Con Él, pues, hemos sido sepultados por el bautismo en su muerte, para que como El resucitó de entre
los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en novedad
de vida. 5 Porque si hemos sido hechos una misma cosa con El por la semejanza de su muerte,
también lo seremos por la de su resurrección; 6 pues sabemos que
nuestro hombre viejo ha sido crucificado con El, para que fuera
destruido el cuerpo del pecado y ya no sirvamos al pecado. 7 En efecto, el que muere queda absuelto de su pecado. 8 Si hemos
muerto con Cristo, también viviremos
con El; 9 pues sabemos que Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no muere, la muerte no tiene ya dominio sobre El. 10 Porque muriendo,
murió al pecado una vez para siempre;
pero viviendo, vive para Dios. 11 Así, pues, también vosotros haced cuenta de que estáis
muertos al pecado, pero vivos para
Dios en Cristo Jesús. 12 Que no reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo
mortal, obedeciendo a sus
concupiscencias; 13 ni deis vuestros miembros como armas de iniquidad al pecado, sino ofreceos
más bien a Dios, como quienes
muertos han vuelto a la vida, y dad vuestros miembros a Dios, como instrumento
de justicia. 14 Porque el pecado no tendrá ya dominio sobre
vosotros, pues que no estáis bajo la Ley,
sino bajo la gracia”.
La idea fundamental que aquí desarrolla San Pablo es la de que el hombre, una vez
obtenida la justificación, ha roto totalmente con el pecado. San Pablo entra en el
tema presentando una objeción (v.1): puesto que el pecado no sólo no
ha sido obstáculo para que Dios nos conceda la gracia de la
justificación, sino que, al contrario, la ha hecho «sobreabundar», ¿a qué
preocuparnos en cambiar de nuestra vida anterior? ¡Nuestra
«permanencia en el pecado», dejándonos dominar por él y añadiendo
transgresiones a transgresiones, será una nueva oportunidad que ofrecemos a
Dios para que siga multiplicando su «gracia»! Desde luego, la
objeción es bastante extraña, y nos resulta difícil creer que, a ningún
cristiano, si de veras se ha convertido a Dios, se le ocurra deducir
conclusión tan disparatada; sin embargo, es posible que algunos tratasen de
hacerlo (Gál 5;13) y que incluso atribuyesen al Apóstol doctrinas parecidas (Rom 3;7-8). Ello es más explicable,
dado el ambiente de la época, cuando abundaban las así llamadas religiones
de los misterios, a cuyos seguidores bastaba la «iniciación", o rito
de entrada para que se creyesen seguros de obtener la «salud» final,
sin importar El género de vida que llevaran. San Pablo rechaza categóricamente
la objeción con un tajante «¡eso, no!» (v. 2).
A renglón seguido añade la razón de la negativa, con un argumento ad
absurdum: «Los que hemos muerto al pecado, ¿cómo vivir todavía en él?»
La respuesta, dentro de su brevedad, incluye ya la sustancia de toda su
argumentación, que en los versículos siguientes no hará más que desarrollar. «Morir
al pecado» es desligarse de sus dominios, romper con él toda relación,
como la tienen rota los «muertos» respecto de las funciones vitales, que
es de donde se toma la metáfora. A su vez, «vivir en el pecado»,
equivalente a «permanecer en él» de la objeción (v. 1), significa seguir las
órdenes del
pecado, «obedeciendo a sus concupiscencias» (v.12) y «sujetándose a él como
esclavos»
(v.16).
Mas esa afirmación de que «hemos muerto al pecado» (v.2) era necesario probarla. ¿Dónde y cómo hemos muerto
los cristianos al pecado? San Pablo lo va a explicar en los v.3-11, haciendo un
fino análisis del significado místico del
bautismo. Son versículos de riqueza
teológica extraordinaria, que nos llevan hasta la raíz misma de nuestra vida sobrenatural a través de nuestra
inserción en Cristo.
La afirmación fundamental está en el v.3: «cuantos hemos sido bautizados en Cristo
Jesús, en su muerte hemos sido bautizados». No cabe duda de que, al hablar del «bautismo en Cristo Jesús», San Pablo está pensando en el
«bautismo» sacramento, aquel que
instituyó Jesucristo como puerta de ingreso en su Iglesia (Mt 28;19, Mc
16; 16, Jn 3;5) y que los apóstoles comenzaron a exigir desde el primer
momento (Hech 2;38-41) (Hech 10;48). El Señor declaró en forma categórica que
el bautismo debe administrarse en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo (Mt 28;19) La frase que encontramos en los Hechos del bautismo en el
nombre de Jesús, no puede tener otro sentido que el bautismo de Jesús,
instituido por Él, que de Él tiene la virtud de santificar, por contraposición
al bautismo de Juan. Otras veces se dice bautismo en Jesús para incorporarse a
Él. Mas, junto a esa idea, hay otra, que va
más lejos de la simple afirmación del hecho del bautismo y a la que
directamente apunta San Pablo, la idea de
«inmersión en Cristo» producida por el bautismo sacramento, idea
sugerida a Pablo por la palabra misma «bautizar» (etimol. = sumergir) y por el hecho de que el bautismo se administraba entonces por inmersión, sumergiendo
completamente en el agua al bautizado.
Hemos, pues, de ver aquí dos cosas: una realidad y un simbolismo. La
realidad es que por el sacramento del bautismo quedamos unidos
místicamente a Cristo y como «sumergidos» en El; el simbolismo
está en el hecho mismo de la inmersión en el agua bautismal, imagen
de nuestra inmersión en Cristo. Pero San Pablo no se detiene aquí, sino que, en
un segundo inciso del mismo, v.3, concreta más y dice que esa «inmersión en Cristo» producida por el bautismo es inmersión en su
muerte. Con ello quiere decir que por
el bautismo Cristo nos asocia de una manera mística, pero real, a su muerte redentora, quedando muerto
nuestro hombre viejo o «cuerpo de pecado» (v.6) (Ef 4;22, Col 3;9), es
decir, el hombre como estaba antes del
bautismo, inficionado por la concupiscencia
y esclavo del pecado; si Cristo, con su muerte, liquidó todo lo que se refiere al pecado, hasta el punto
de que éste no pueda ya volver con
más pretensiones ante la justicia divina («murió al pecado una vez para siempre», (v.10), también nosotros, asociados y como «sumergidos» en su muerte, hemos roto totalmente con el pecado, pues la muerte de un culpable rompe todos
los vínculos que le ligaban a la
vida y extingue la acción judiciaria («queda absuelto de su pecado», (v.7). Con
esto, la tesis de Pablo quedaba probada.
Mas era una idea demasiado interesante para que el Apóstol no tratara de desarrollarla más. Y, en
efecto, así lo hace. No se contenta con el aspecto negativo de nuestro «morir al pecado», sino que insistirá
también en
el aspecto positivo de nuestra «resurrección a nueva vida». Por eso, comienza ligando
a la idea de «muerte», de la que ha hablado en el v.3, la idea de «sepultura» (v.4), con lo que el
cristiano, muerto y sepultado con Cristo, tiene ya completo, como Cristo, el punto de partida hacia la
resurrección. Esta idea de «resurrección", igual que la de «muerte» y «sepultura», estaría también
simbólicamente representada en el rito del bautismo (v.5), que tiene un doble momento, el de la
inmersión (imagen sensible de la muerte y sepultura) y el de la emersión
(imagen sensible de la resurrección).
En resumen, lo que San Pablo viene a decir es que por el bautismo quedamos
incorporados y como sumergidos en Cristo, en su muerte y en su vida,
haciéndonos así aptos para que lleguen hasta nosotros los beneficios del
Calvario. A partir de esta inserción en Cristo, formamos «una misma cosa con El», pudiendo con toda
razón exclamar que hemos sido «concrucificados»,
«consepultados», «convivificados» (v.4.6.8.11) (Ef 2;5-6; Col
2;12), y que «ya no vivimos nosotros, sino que es Cristo quien vive en nosotros» (Gl 2;20).
La
conclusión de todos estos razonamientos, con que se responde a la cuestión
propuesta en el v.1, podemos verla en el v.11: «Así, pues, también
vosotros haced cuenta...» A esta conclusión sigue, como toque de alerta, una cálida exhortación a vivir vigilantes para que «el pecado» no reine de nuevo en
nosotros, como antes del bautismo (v.12-13). Ello supone que, incluso después de bautizados, el «pecado»
puede reconquistar en nosotros su antiguo dominio, haciéndonos morir para
Cristo y vivir para él. La lucha será dura; pero a quien diga que
no tiene fuerzas para resistir en ella, San Pablo responde que eso no es verdad, pues «no estamos ya bajo la Ley», que señalaba el pecado, pero no daba fuerza para
evitarlo (Rom 3;20), sino «bajo la
gracia», que con nuestra
inserción en Cristo alteró
completamente el poder del pecado (v.14). Con esto volvemos al tema fundamental de toda esta sección, es a saber, que nuestra esperanza de llegar a la «salud»
final, si permanecemos unidos a
Cristo, «no quedará confundida» (Rom 5;5). (Biblia Comentada de
la BAC, vol. VI, pág 298 ss)
EFECTOS DEL BAUTISMO
Este sacramento es la puerta de la Iglesia de Cristo y la entrada a una
nueva vida. Renacemos del estado de esclavos del pecado hacia la libertad de
los Hijos de Dios. El bautismo nos incorpora con el cuerpo místico de Cristo y
nos hace partícipes de todos los privilegios que fluyen del acto de redención
del Divino Fundador de la Iglesia. Subrayaremos ahora los principales efectos
del bautismo.
(1) La Remisión de Todo Pecado, Original y Actual
Esto está claramente contenido en la Biblia. Por ello leemos (Hechos 2:38):
"Convertíos y que cada uno de
vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros
pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo; pues la Promesa es para
vosotros y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos, para cuantos
llame el Señor Dios Nuestro". Leemos también en el vigésimo segundo
capítulo de los Hechos de los Apóstoles (v. 16): "Levántate, recibe el bautismo y lava tus pecados". San Pablo
en el quinto capítulo de su Epístola a los Efesios representa bellamente a la
Iglesia entera siendo bautizada y purificada (v. 25 sig): "Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí
mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en
virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga
mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada".
La profecía de (Ez 36;25) también ha sido entendida como bautismo: "Os rociaré con agua pura y quedaréis
purificados; de todas vuestras impurezas", donde el profeta
incuestionablemente habla de desviaciones morales. Esta es también enseñanza
solemne de la Iglesia. En la profesión de fe descrita por el Papa Inocencio III
para los waldesianos en 1210, leemos: “Creemos
que todos los pecados son perdonados en el bautismo, tanto el pecado original
como aquellos pecados cometidos voluntariamente". El Concilio de
Trento (Ses. V., can. V) anatematiza a todo aquel que niegue que la gracia de
Cristo conferida en el bautismo no perdona la culpa del pecado original; o
afirma que todo lo que verdadera y adecuadamente puede ser llamado pecado no es
quitado por ese medio. Lo mismo es enseñado por los Padres. San Justino Mártir
(Apol., I, XVI) declara que en bautismo todos somos creados de nuevo, esto es,
consecuentemente, libres de toda mancha de pecado. San Ambrosio (De Myst., III)
dice acerca del bautismo: "Esta es
el agua en la cual la carne es sumergida y todo pecado carnal puede ser lavado.
Toda transgresión queda sepultada ahí". Tertuliano (De Bapt., vii)
escribe: "El bautismo es un acto
carnal en tanto que somos sumergidos en el agua; pero el efecto es espiritual,
pues somos liberados de nuestros pecados". Las palabras de Origen (En
Gen., XIII) son clásicas: "Si
transgredes, escribes tu nombre [chirographum] en el pecado. Pero, he aquí que
una vez que te hayas acercado a la cruz de Cristo y a la gracia del bautismo,
tu nombre está fijo a la cruz y tiene el sello del bautismo". Está de
más multiplicar los testimonios de las primeras eras de la Iglesia. Es un punto
sobre el cual los Padres están unánimemente de acuerdo, y se puede citar a San
Cipriano, Clemente de Alejandría, San Hilario, San Cirilo de Jerusalén, San
Gregorio Nacíanceno y otros.
(2) Remisión del Castigo Temporal
El bautismo no sólo lava el pecado, sino que también remite el castigo por
el pecado. Esta fue la enseñanza misma de la Iglesia primitiva. Leemos en
Clemente de Alejandría (Pædagog. I) acerca del bautismo: "Es llamado lavado porque somos lavados de
nuestros pecados: es llamada gracia porque por él los castigos debidos al
pecado son remitidos". San Jeremías (Ep. IX IX) escribe: "Después
del perdón (Indulgentiam) del bautismo, la severidad del juez no debe ser
temida". Y San Agustín (De Pecc. et Mer. II. XXVIII) dice llanamente: "Si inmediatamente después [del
bautismo] sigue la partida de esta vida, el hombre no tendrá cuenta alguna qué
rendir [quod obnoxium hominem teneat], pues habrá sido liberado de todo lo que
le ataba". En perfecto acuerdo con la doctrina inicial, el decreto
florentino establece: "No se le
pedirá satisfacción a los bautizados por sus pecados pasados; y si mueren antes
de cometer cualquier pecado, obtendrán inmediatamente el reino de los cielos y
la visión de Dios". De la misma forma el Concilio de Trento (Ses. V)
enseña: "No existe causa de
condenación en aquellos que han sido verdaderamente sepultados con Cristo por
el bautismo...Nada que demore su entrada al cielo".
(3) Infusión de la Gracia, Dones y Virtudes Sobrenaturales
Otro efecto del bautismo es la infusión de gracia santificante y dones y
virtudes sobrenaturales. Es esta gracia santificante que considera a los
hombres como hijos adoptivos de Dios y les confiere el derecho a la gloria
celestial. La doctrina sobre esta material se encuentra en el capítulo séptimo
acerca de la justificación en la sexta sesión del Concilio de Trento. Muchos de
los Padres de la Iglesia también se extienden sobre esta materia (tales como
San Cipriano, San Jerónimo, Clemente de Alejandría, y otros), aunque no en el
lenguaje técnico de los decretos eclesiásticos posteriores.